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Esta versión, transmitida en cabileño, ha sido traducida por Óscar Abenójar.
Transcripción
Traducción
Érase una vez una pareja que vivía con sus dos hijos, un niño y una niña, que se llamaban Alí y Lundja. La madre estaba muy enferma y sabía que ya no le quedaba mucho tiempo de vida. En su lecho de muerte, le suplicó a su esposo que no vendiera jamás la vaca que estaba en el establo. Insistió e insistió, una y otra vez, y le hizo jurar hasta tres veces que nunca llevaría la vaca al matadero y que la dejaría morir en casa, como estaba a punto de hacer ella.
Su marido le prometió hasta tres veces que no la vendería jamás, que la vaca moriría de muerte natural y en su casa. A los pocos días la madre murió, y entonces el esposo y sus dos hijos se quedaron abatidos.
Al cabo de un tiempo el hombre volvió a casarse. De su segundo matrimonio nació una hija, a la que llamaron Nena* Dghou. La nueva esposa la quería mucho más que a los pobres huérfanos.
Desde que nació su hija, la madrastra empezó a tratar muy mal a los dos hermanos. No les prestaba ninguna atención y los dejó completamente desasistidos, tanto que ni siquiera les daba de comer. Los huérfanos entonces empezaron a alimentarse con la leche de la vaca que les había dejado su madre. Todos los días, al caer la tarde, cada uno de ellos tomaba un pezón y comenzaba a mamar.
Entonces la madrastra notó que los huérfanos seguían creciendo, que no perdían peso. Gozaban de buena salud, a pesar de que ella los privaba de comida y de descanso. Su hija, en cambio, estaba adelgazando mucho.
Por más vueltas que le daba, no conseguía explicárselo: “¿cómo es posible que estos dos hayan engordando tanto, si yo solo les doy los restos de comida, y mi hija, que come y duerme bien, no deje de adelgazar?” se preguntaba la madrastra. Y se decía a sí misma “¡tengo que vigilarlos!”.
Entonces le encargó a su hija que siguiera a sus hermanastros y que hiciera todo lo que ellos hicieran:
–Si se ponen a jugar, ¡juega tú también! Si ves que empiezan a comer, ¡come tú también! Y si ves que se echan a reír, ¡ríe como lo hacen ellos!
Dghou hizo lo que le ordenó su madre. Se pasó todo el día jugando con los huérfanos y hacía exactamente lo mismo que ellos: si sus hermanastros corrían, ella también se ponía a correr; si se reían, ella reía aún más que ellos, y si descansaban, ella se echaba a dormir a su lado. Aquel día no se separó de ellos ni por un momento.
Cuando cayó la noche y por fin llegó la hora de la cena, los huérfanos se dirigieron al establo y se acercaron a la vaca. Entonces cada uno cogió una ubre y empezó a mamar.
La muchacha, que había asistido a la escena, le contó a su madre, punto por punto, todo lo que había visto durante el día, y no olvidó contarle que, al atardecer, vio que sus dos hermanastros iban al establo y se ponían a beber la leche de la vaca.
La mujer se quedó satisfecha con la información que le había proporcionado su hija. Ahora entendía por qué los huérfanos seguían sanos y bien alimentados. Entonces le dijo:
–¡Ah, conque es la vaca quien les nutre! ¡Ahora lo entiendo! Pues te he dicho que hagas exactamente lo mismo que ellos, así que mama tú también de las ubres de esa vaca.
Al día siguiente Dghou se acercó a la vaca con la intención de mamar. Pero justo cuando ya estaba agachada y a punto de coger la ubre, la vaca le soltó una soberana coz que la dejó tuerta de un ojo.
Dghou se dirigió a su madre, gritando y llorando, y le contó lo que le había pasado con la vaca cuando se agachó para beber leche. Entonces la madre montó en cólera y juró que enviaría aquel animal al matadero.
Su marido, que recordaba muy bien la promesa que le había hecho a su antigua esposa, se opuso rotundamente. Le dijo que le había jurado a su primera mujer que nunca mataría la vaca. Pero la nueva insistió tanto en que debía venderla que el padre terminó cediendo.
A la mañana siguiente, al amanecer, el padre salió con la vaca en dirección al mercado. Mientras tanto los pobres Alí y Lundja se quedaron en casa llorando desconsolados.
Al llegar al mercado el padre empezó a gritar:
–¿Quién quiere comprar esta vaca?
Y entonces se oyó la voz de un ángel, que le respondía desde el cielo:
–¡La vaca de los huérfanos ni se vende ni se empeña!
El padre se quedó pasmado. Volvió a hacer la misma pregunta, y de nuevo escuchó la voz del ángel que le respondía “¡la vaca de los huérfanos ni se vende ni se empeña!”. Repitió la pregunta varias veces más, y a cada pregunta el ángel le respondía lo mismo. Los presentes se quedaban tan asustados como el padre. En cuanto oían la extraña voz, todos salían corriendo y nadie se atrevía a comprar la vaca. Entonces al hombre no le quedó más remedio que regresar a su casa, cabizbajo y pensativo.
Al escuchar la noticia, su esposa se enfadó mucho con él. Le dijo que no servía para nada, y que, como él era un completo inepto, tendría que vender la vaca ella misma. Así que al día siguiente la mujer se disfrazó de hombre, se puso unos pantalones y una camisa, se calzó unas botas, cogió la vaca y puso rumbo a la carnicería del mercado.
Una vez allí empezó a gritar a todo aquel que se acercaba:
–¡Tomad esta vaca! ¡Os la doy gratis! ¡Degolladla!
Entonces un carnicero cogió la vaca, se la llevó a la trastienda y la degolló en el acto.
Los huérfanos tenían la esperanza de que ocurriera como la última vez, que no consiguieran venderla y que la trajeran de vuelta. Pero no volvieron a ver la vaca nunca más.
Cuando vieron que su madrastra regresaba sonriente y con las manos vacías, los dos muchachos rompieron a llorar. Entonces fueron corriendo a la tumba de su madre y le contaron lo sucedido. Luego le preguntaron:
–¿Y qué vamos a hacer ahora? ¿Qué será de nosotros? ¿Qué vamos a comer? ¿A dónde vamos a ir?
Entonces la voz de la madre respondió desde la tumba:
–Id al carnicero y contadle la verdad. Pedidle que os devuelva las tripas de la vaca. Coged lo que haya dentro de su vientre. Sacadle los intestinos y colocadlos sobre mi tumba.
Y los huérfanos hicieron lo que les había ordenado su madre. Fueron a ver al carnicero y le pidieron las tripas de la vaca. Luego separaron los intestinos, regresaron a la tumba de su madre y los colocaron allí encima.
Al cabo de un rato los intestinos empezaron a transformarse. De repente de la tumba brotó una palmera, ¡y de la palmera manó mantequilla!
Los muchachos volvieron a ser felices. Durante el día jugaban tranquilos y confiados, porque sabían que al atardecer podrían comer dátiles y mantequilla de la palmera. Así que Alí y Lundja recuperaron el peso que habían perdido, y Dghou, en cambio, volvió a adelgazar.
La madrastra notó que los huérfanos volvían a tener buen aspecto, y empezó a preocuparse otra vez. Le volvió a ordenar a su hija que siguiera a Alí y a Lundja allá a donde fueran y que imitara todo lo que hicieran.
La muchacha obedeció: al caer la tarde se acercó a la tumba con la intención de comer dátiles y mantequilla. Pero nada más metérselos en la boca, el sabor del dátil se transformó, se volvió amarguísimo, de un gusto acre y repugnante. Y la mantequilla se pudrió, se descompuso y empezó a desprender un olor nauseabundo.
Dghou lo escupió todo y después salió corriendo para contárselo todo a su madre. Al escuchar aquello, la madrastra se irritó aún más. Fue corriendo a la tumba y encendió un fuego junto a la palmera. Las llamas prendieron en el tronco, y a los pocos minutos, todo el árbol quedó reducido a cenizas.
Cuando los huérfanos vieron el desastre, volvieron a llorar desconsolados sobre la tumba de su madre.
–¿Y ahora qué haremos? ¿Qué será de nosotros? ¿Qué vamos a comer? –le preguntaron.
Y entonces la voz de su madre les respondió:
–No debéis regresar a vuestra casa nunca más. Tenéis que marcharos de este pueblo.
Los dos hermanos sabían que esa era la mejor solución, así que, sin más preguntas, emprendieron el camino en busca de alguien que les diera alojamiento. Caminaron y caminaron por todas partes, en todas direcciones. Estuvieron viajando durante todo el día. Cada vez que se cruzaban con alguien, le preguntaban si podía darles alojamiento.
Entonces por fin encontraron a un hombre que les dijo:
–Como veo que estáis en un aprieto, os recomiendo que paséis la noche al lado de esta fuente.
Y después le advirtió a la muchacha:
–¡Cuidado, que tú eres la mayor! No le quites el ojo de encima a tu hermano. ¡No le dejes nunca que beba agua de esta fuente, o, de lo contrario, se quedará transformado en un carnero!
Pero en cuanto llegaron a la fuente, su hermano Alí se adelantó, y, antes de que su hermana se diera cuenta, ¡ya estaba bebiendo de la fuente! Era demasiado tarde. Al volver la mirada hacia él, lo que la muchacha vio no era ya su hermano, sino un carnero.
Entonces Lundja empezó a regañarle:
–¡Oh, Alí, hermano mío! ¡Me has traicionado! ¡Me has traicionado! ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué has bebido sin mi permiso? Dime, ¿qué vamos a hacer ahora?
Mientras su hermana lo reñía, el carnero la observaba fijamente al tiempo que decía:
–Be, be, be…
A la pobre huérfana no le quedó más remedio que proseguir su camino acompañada de su hermano, ya transformado en carnero.
Anduvieron un trecho y al rato se toparon con un hombre que le preguntó a Lundja de dónde venía y a dónde se dirigía. Y la muchacha, que ya era una joven hermosa, le relató su triste historia.
El hombre escuchó atentamente el relato, y cuando hubo acabado, le propuso:
–Pues mira, como tú estás sola y yo también… ¿qué te parece si nos casamos y vivimos juntos?
A lo que la huérfana repuso:
–De acuerdo, te acepto como marido, pero solo me casaré contigo a condición de que me dejes llevar a nuestra casa este carnero, que es, en realidad, mi hermano. No me casaré nunca contigo si no aceptas que el carnero viva siempre con nosotros.
El hombre no se opuso. Así que enseguida organizaron la boda y a los pocos días ya estaban casados.
La pareja fue muy feliz. El hombre estaba muy satisfecho, porque ella era una muchacha muy diligente y un ama de casa extraordinaria. Y para colmo de su dicha, al poco tiempo de estar casados, su esposa se quedó embarazada.
Mientras tanto, muy lejos de aquel lugar, su madrastra seguía tramando la manera de vengarse de los dos huérfanos. Cuando Alí y Lundja desaparecieron, ella le pidió a su marido que se fuera a buscarlos con la excusa de que estaba preocupada por ellos. Le dijo que averiguara dónde y cómo vivían, porque quería quedarse tranquila.
Partió entonces el hombre en busca de sus dos hijos. Fue de pueblo en pueblo, de una aldea a otra, siempre preguntando a los vecinos si tenían noticias de los dos hermanos. Todos le contestaban que por allí no habían visto a nadie desde hacía mucho tiempo.
Por fin un día el padre llegó a una aldea donde le dijeron que en los últimos días habían visto pasar una joven con un carnero. En un principio se quedó confuso, pues la descripción de la muchacha coincidía con los rasgos de su hija. ¿Pero qué haría ella con un carnero? ¿Y dónde estaría su hermano?
El padre pensó que, fuera como fuera, no perdería nada por intentarlo. Los vecinos le enseñaron la casa de la muchacha, y el padre se fue a visitarla.
Una vez allí, la joven abrió la puerta ¡y reconoció a su padre! Enseguida lo invitó a pasar y le dio la bienvenida. Lundja recibió a su huésped con todos los honores.
Padre e hija se sentaron, y entonces ella empezó a relatarle todas sus aventuras desde el día en que se escaparon de su madrastra. Pero no se lo contó todo con detalle, porque temía que su padre se lo contara después a su esposa, y ella no quería que se enterara su madrastra. Y al despedirse de él, le ofreció regalos y comida para su casa.
Ya de regreso el padre le dijo a su mujer que Lundja se había hecho rica y que ahora vivía en una casa magnífica con todas las comodidades. Como la madrastra se moría de envidia, cogió a su hija Dghou del brazo y pusieron rumbo a la casa de la huérfana.
Cuando las vio llegar, Lundja les abrió la puerta, les dio la bienvenida y las invitó a pasar. Una vez dentro la anfitriona trató a las mil maravillas a sus huéspedes. Les brindó todo tipo de atenciones.
Al cabo de un rato de conversación las tres mujeres salieron de la casa y se sentaron al lado del pozo. Entonces la madrastra se puso de cuclillas y le pidió a su hijastra que se agachara para que le despiojara la cabeza. Y justo cuando la huérfana se agachó para quitarle los piojos, la malvada mujer la empujó y la pobre ¡cayó dentro del pozo!
Entonces llamó a su hija y le dijo que desde aquel momento tenía que reemplazar a la huérfana. Le ordenó que aquella misma noche ocupara su lugar en la cama, es decir, que durmiera junto al marido de su hermanastra.
Mientras tanto el carnero, que había presenciado la escena desde lejos, no paraba de dar vueltas alrededor del pozo al tiempo que balaba y lloriqueaba.
Cayó la noche, y el marido se fue a dormir. Entonces encontró a Dghou a su lado, en el lecho conyugal, cubierta con la sábana. Como estaba muy oscuro, él no sospechó nada en absoluto. Creía que la mujer que tenía al lado era su esposa. Sin embargo, sí notó que su comportamiento era diferente. Estaba muy extrañado y le preguntó qué le pasaba, y, cada vez que intentaba quitarle la sábana, ella tiraba con fuerza y luego se daba la vuelta.
Pero en cierto momento, durante el forcejeo, observó que le faltaba un ojo. Le preguntó cómo lo había perdido. Entonces la malvada Dghou le dijo que el carnero le había dado una coz, y que por eso había perdido el ojo. Después la impostora le pidió insistentemente que lo degollara.
El hombre se negó a matar al carnero, y le recordó que le había prometido que nunca le haría daño. Así que, si no quería perder el tiempo insistiendo, más le valía olvidar la idea de degollarlo.
Entonces ella le dijo:
–Es verdad que la última vez te pedí que jamás le hicieras daño, pero ahora he cambiado de opinión: ¡tenemos que degollarlo!
Tanto insistió Dghou que al final logró convencerle. Al día siguiente el hombre cogió su cuchillo y se dirigió al carnero con la intención de degollarlo. Pero entonces, justo cuando estaba a punto de hacerlo, intervino una fuerza divina que hizo que el cuchillo se diera la vuelta.
El carnero, aterrorizado, no paraba de gritar y de girar alrededor del pozo, como si estuviera llamando a su hermana, que seguía en el fondo.
Entonces una voz salió del abismo y se escuchó:
–¿Qué quieres que te diga? He dado a luz a dos varones: Hacen y Hocine, y justo ahora los tengo en mi regazo. Y tú, Alí, ¡qué lejos estás de mí!
Y entonces un campesino, que estaba labrando sus tierras en las proximidades del pozo, escuchó toda la conversación entre el carnero y la joven. El labrador enseguida entró en casa de la huérfana y avisó a su marido de que había una mujer en su pozo. Le dijo que, si quería comprobarlo, solo tenía que detenerse y escuchar los gritos del carnero y la voz que respondía desde el fondo.
El marido salió corriendo de la casa en dirección al pozo. Comprobó que el campesino le había dicho la verdad. Y entonces dijo:
–¿Quién es? ¿Quién está en mi pozo?
Y Lundja respondió:
–¡Soy yo, tu mujer! ¡He dado a luz a dos hijos tuyos: Hecen y Hocine! ¡La mujer de mi padre fue la que me arrojó al pozo y la que ordenó a su hija Dghou que durmiera a tu lado!
El hombre se quedó pálido. ¡Era la voz de su mujer! En cuanto se hubo recobrado un poco, le dijo:
–Dime, esposa mía, ¿cómo puedo sacarte de allí?
–Pues tendrás que degollar un toro y partirlo en tres partes. Después arrojarás la primera parte al interior del pozo. Mi primer hijo se la comerá, y así tendrá fuerzas para subir. Lanza luego la segunda parte del toro para que se la coma el segundo niño. Así se pondrá fuerte y podrá salir. Por fin, cuando los dos estén arriba, tírame la tercera parte para que suba yo.
El hombre hizo todo tal y como le dijo su mujer. Mató el toro, lo descuartizó y fue echando las tres partes, una tras otra, hasta que los tres consiguieron salir del pozo.
Lundja entró en la casa y se encontró a Dghou en su cama. Entonces su marido le preguntó:
–¿Qué propones que hagamos para castigar a esta mujer que tanto daño nos ha hecho?
Y ella respondió:
–Pues tráeme sémola, garbanzos y habas. La mataremos primero y luego, con su carne, prepararemos un cuscús y se lo enviaremos a su madre.
Mataron a Dghou, y después Lundja preparó un cuscús con su carne. Dentro del plato introdujo el único ojo de su hermanastra. Cuando estuvo listo, se lo dio a su marido para que se lo llevara a la madrastra.
La mujer se puso muy contenta cuando le entregaron el cuscús. Entonces llamó a sus vecinos y lo repartió entre todos. Luego volvió a casa, preparó la mesa y se puso a comer.
Pero cuando ya llevaba un buen rato comiendo, encontró el ojo de su hija en el plato. Entonces se puso a gritar espantada:
–¡Dghou, hija mía! ¡Es Dghou! ¡Es mi hija! A quien le haya dado cuscús que me lo devuelva inmediatamente. ¡Que me lo devuelva! ¡Que no se lo coma! ¡Que no es para comer!