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Esta versión, transmitida en cabileño, ha sido traducida anotada por Óscar Abenójar.
Transcripción
Traducción
Éranse una vez siete hermanos que ya estaban hartos de que su madre solo diera a luz a hijos varones. Habían estado esperando una hermana desde hacía mucho tiempo, pero cada vez que se quedaba embarazada, su madre daba a luz a un varón.
Al cabo de un tiempo volvió a quedarse embarazada. Al principio sus siete hijos se pusieron muy contentos, pues tenían la esperanza de que por fin tuvieran una hermana. Pero a medida que pasaban los meses y se iba acercando el momento del parto, los hermanos empezaron a inquietarse, porque pensaron en la posibilidad de que su madre tuviera otro hijo.
Poco a poco la preocupación fue en aumento. Luego el temor fue dejando paso a la angustia, y un día decidieron reunirse entre ellos para llegar a un acuerdo y decidir qué harían en caso de que llegara un octavo hijo a la familia. Después de haber deliberado un rato, convinieron por unanimidad que, si su madre alumbrara otro varón, los siete se marcharían de casa.
Pasó el tiempo, y un día los siete se fueron a la fuente para que abrevasen sus caballos. Al llegar a la fuente se encontraron a una vieja que estaba echando agua en un tamiz. La mujer pretendía llenarlo, pero como el agua se filtraba por los poros y después se escurría hasta el suelo, no lograba nunca llenar ni siquiera el fondo.
La mujer ocupaba todo el espacio de la fuente y no dejaba que los demás se acercaran a beber. Como el tiempo pasaba y los hermanos empezaban a desesperarse, uno de ellos le pidió que se alejara un momento para que sus caballos pudieran abrevar.
Pero entonces la anciana diabólica les dijo:
–¡Marchaos! ¡Marchaos inmediatamente! ¡Fuera de mi vista, que vuestra madre ha vuelto a dar a luz a un varón!
En realidad, había ocurrido justo lo contrario. Su madre había tenido una niña. Los hermanos, sin embargo, creyeron a la pérfida vieja de la fuente y abandonaron la familia.
Los años pasaron y la muchacha fue creciendo hasta convertirse en una hermosa joven. Un buen día se dirigió a la fuente para llenar un cántaro y entonces se topó con la misma vieja que unos años antes había mentido a sus hermanos. Al verla llegar, la vieja le dijo:
–¡Vete de aquí! ¡Márchate lejos! ¡Vete, que tú fuiste la que echó del pueblo a sus siete hermanos!
La muchacha se puso muy triste y volvió a su casa cabizbaja. Al rato empezó a ponerse enferma, y su madre, al verla tan desmejorada, le preguntó:
–¿Qué te pasa, hija? ¿Por qué tienes esa cara? ¿Qué quieres que te prepare?
–Quiero que me cocines berkukes –respondió ella.
La madre cogió una olla, la colocó sobre el fogón, y justo cuando el agua empezaba a hervir, la muchacha agarró la mano de su madre y la introdujo dentro de la olla con el agua hirviendo. Entonces le dijo con voz grave:
–¡No sacaré tu mano de la olla hasta que me digas qué significa eso de “la que echó a sus siete hermanos del pueblo”!
Y entonces la madre empezó a relatarle toda la historia, desde que sus hermanos acordaron marcharse en caso de que llegara otro varón, hasta el engaño de la vieja bellaca.
La muchacha escuchó con atención todo lo que le contó su madre y luego le pidió que le preparara unas alforjas y que las llenara de víveres, porque iba a viajar muy lejos. Iba a partir en busca de sus siete hermanos. Le prometió que los traería de vuelta.
La madre enseguida metió unos víveres en las alforjas y le entregó un caballo y una esclava negra para que le sirvieran de ayuda durante el trayecto. Pero además le confió a su hija un grano mágico que tenía la propiedad de hablar[1]. Gracias a aquel grano que hablaba, la madre podría tener noticias de su hija, aunque esta se hallara muy lejos.
Después la hija se despidió de su madre y emprendió el camino acompañada de la esclava. Cuando ya habían avanzado un trecho, de repente la esclava se detuvo y le dijo:
–Ahora quiero montar yo.
Entonces la muchacha empezó a cantar[2]:
–¡Padre, padre y madre,
la esclava ha dicho
que baje del caballo,
que quiere montar ella!
Y el grano mágico respondió:
–¡No te preocupes, hija! Tú continúa tu camino.
Y, sin más, la esclava y su ama prosiguieron el viaje. Al cabo de un rato llegaron a un lugar donde había dos fuentes: una para los esclavos y otra para los hombres libres. Entonces la muchacha noble se apeó del caballo y se lavó en la fuente de los esclavos, y la esclava fue a lavarse a la fuente de los hombres libres.
Al momento la esclava negra se volvió blanca y rubia. Y la piel de la muchacha noble, que era blanca como la nieve, se volvió negra como la de una esclava. Pero, además, para colmo de su desdicha, al agacharse para lavarse la cara, el grano que habla se le cayó en la fuente y lo perdió para siempre.
Entonces la esclava volvió a decir:
–¡Bájate del caballo, que quiero subir yo!
La muchacha llamó al grano mágico, pero ya estaba demasiado lejos y no pudo responderle.
La esclava la obligó a apearse del caballo, y ella montó en la silla. Desde aquel momento la esclava hizo el camino sentada a lomos del animal y su ama tuvo que hacerlo a pie.
Siguieron viajando y viajando hasta que por fin, en un lugar muy lejano, encontraron a los siete hermanos. Entonces la esclava se presentó como si fuera ella su verdadera hermana. Les dijo que la vieja de la fuente les había mentido y que ella había estado buscándolos durante mucho tiempo para llevarlos de vuelta a casa de su madre.
Los siete muchachos abrazaron a la esclava creyendo que se trataba de su hermana. Como no notaron nada extraño y no reconocieron a su verdadera hermana, porque su piel se había vuelto negra, a ella le encargaron que cuidara de sus siete camellos. Le dijeron que en adelante se ocuparía de llevarlos a pastar.
Todos los días la verdadera hermana se sentaba en una roca junto a los camellos y empezaba a peinarse sus largos cabellos al tiempo que decía entre sollozos:
–¡Escuchad, camellos, mis llantos! La fea esclava está en casa, mientras yo estoy aquí cuidando de vosotros.
Pero resulta que solo seis de los camellos podían oír. El séptimo era sordo y no oía los llantos de la joven. Por eso seis camellos se pusieron muy tristes, dejaron de comer y empezaron a adelgazar, mientras que el séptimo, que no oía nada de nada, comía más que nunca y se puso muy gordo.
Los siete hermanos no conseguían explicarse por qué seis camellos habían adelgazado tanto, mientras que el séptimo, al contrario, había cogido peso. Entonces pensaron que la esclava que los cuidaba tenía algo que ver en aquel enigma, y acordaron que empezarían a vigilarla.
Al día siguiente, por la mañana, la siguieron de lejos y se pusieron a observar lo que hacía. Esperaron un rato, y entonces vieron que la muchacha comenzaba a lavarse y a peinarse sus cabellos. Y cuando hubo terminado, dijo:
–¡Escuchad, camellos, mis llantos! La fea esclava está en casa mientras yo estoy aquí cuidando de vosotros.
Al oír aquello, los siete hermanos se quedaron aún más confusos. ¿Sería verdad que la esclava negra que cuidaba de sus camellos era, en realidad, su hermana? ¿Y la que vivía con ellos? ¿Sería acaso una impostora?
Entonces pensaron que lo mejor sería ir a pedir consejo a un sabio que vivía en los alrededores. Los siete hermanos le explicaron lo que estaba pasando y le pidieron ayuda.
Y entonces el anciano les contestó:
–Si queréis averiguar cuál de las dos es vuestra verdadera hermana, esta misma noche, después de la cena y de la sobremesa, pedidles a las dos muchachas que se quiten los pañuelos para untar sus cabellos con alheña.
Y los siete muchachos siguieron el consejo del sabio al pie de la letra. Aquella misma noche les pidieron a las dos jóvenes que se retiraran el pañuelo para ponerles alheña en el pelo. Su verdadera hermana se quitó enseguida el velo, y entonces todos vieron que su cabello era muy liso y fino. La esclava impostora, en cambio, no quiso quitárselo, por miedo a que vieran que su pelo era recio y ondulado. Entonces los hermanos se lo retiraron por la fuerza y se dieron cuenta de que era ella la esclava.
Los jóvenes se quedaron atónitos. Después de haberse recobrado un poco de la sorpresa, le preguntaron a su verdadera hermana:
–Hermana, ¿qué quieres que hagamos ahora para castigar a esta esclava impostora?
Y ella les respondió:
–Quiero que la atéis a la pata del caballo.
¡Que el espino reciba su parte!
¡Que la carrasca reciba su parte!
¡Y que el bosque reciba su parte![3]
Y cuando hayáis acabado, traedme su mano, que la usaré como cucharón para meter sus cenizas en el kanun.
Los hermanos hicieron lo que les pidió su hermana. Luego volvieron todos a casa de su madre y celebraron un banquete por todo lo alto.
[1] El grano que habla (cab. aqqa igassawalen): otra posible traducción es “que llama”, pues la expresión cabileña designa tanto “grano parlante” como “grano que llama”. La lógica narrativa nos sugiere que traduzcamos “que habla”, pues en las siguientes líneas leeremos dos diálogos del grano con la hermana (y, según otras variantes, también con la esclava), y no hay llamada alguna dirigida a la madre. “Que habla” ha sido la traducción de casi todas las antologías argelinas que han publicado alguna versión de este cuento. Sin embargo, la ambigüedad de la expresión igassawalen (“que llama”) deja al descubierto una incongruencia narrativa de primer orden. Y es que en ningún momento el grano se pondrá en contacto con la madre. No llama a nadie, ni en esta ni en otras muchas versiones del cuento. No obstante, en casi todas aparecen menciones como la del presente relato “gracias a aquel grano que hablaba, la madre podría tener noticias de su hija, aunque se hallara muy lejos”.
[2] La informante moduló la voz para cantar los siguientes versos.
[3] Imprecación que podríamos traducir como sigue: “¡que sea arrastrada hasta que los pedazos de su cuerpo queden esparcidos entre los espinos, las carrascas y el bosque!”.