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Esta versión, transmitida en cabileño, ha sido traducida y anotada por Óscar Abenójar.
Transcripción
Érase una vez un sultán que se había casado con cuatro mujeres y no había tenido hijos con ninguna de ellas. Un día se fue al mercado, y allí un hombre le regaló cuatro manzanas. El sultán se lo agradeció mucho y luego regresó a palacio.
Por el camino de vuelta el sultán tuvo hambre y se comió la mitad de una manzana. Al llegar casa, les dio las manzanas a sus mujeres, pero a una de ellas solo pudo darle la mitad de una, porque la otra mitad se la había comido él.
Las cuatro mujeres se comieron las manzanas y se quedaron embarazadas. Llegó el momento de dar a luz, y las tres primeras dieron a luz a hijos sanos y completos. Pero la que se había comido solo la mitad de la manzana dio a luz a un hijo incompleto que solo tenía un ojo, una oreja, un brazo y una pierna.
A aquel muchacho incompleto le llamaron Mkideche[1]. Su padre y sus tres hermanos no le daban mucha importancia, por ser débil y diferente. Incluso querían deshacerse de él.
Un día por la noche los tres hermanos vieron un incendio a lo lejos, en la montaña. Luego le dijeron a Mkideche que cabalgara con ellos para averiguar lo que estaba pasando. Pero Mkideche se negó a ir con sus hermanos. Les dijo que él era la mitad de una persona, que no servía para nada y que, por lo tanto, no podía ayudarlos.
En realidad, el incendio en la montaña era solo una excusa de su padre y sus hermanos para abandonarlo en medio del bosque. Querían que muriera de un accidente, y se les ocurrió que, si lo dejaban solo en la montaña, quizá el fuego lo quemaría, o tal vez se cayese por un precipicio.
Al final Mkideche aceptó ir con ellos, y los cuatro hermanos cabalgaron hacia el fuego. En cuanto llegaron al lugar donde habían visto las llamas, encontraron a una vieja grande y fea. Ella les dijo que había encendido una hoguera para calentarse. Cuando los vio llegar, les invitó a cenar y a pasar la noche en su cabaña. Les dijo que ella era su tía, pues ellos eran los hijos de su hermana.
Los cuatro hermanos aceptaron pasar la noche con la vieja, que era una ogresa, pero ellos todavía no lo sabían. La dueña de la cabaña les preparó una sopa de sémola y todos se la comieron entera, excepto Mkideche, que la escondió. Cuando llegó la hora de ir a dormir, la ogresa les dijo:
–¡Devolvedme ahora mismo la sopa de sémola o empiezo a comeros a todos!
Entonces Mkideche le devolvió el plato que él había escondido, y la ogresa se comió la sopa. Mkideche acababa se salvar a sus hermanos de morir en el estómago de la ogresa.
Al cabo de un rato todos se acostaron. Sus hermanos se quedaron dormidos, pero Mkideche y la ogresa siguieron despiertos. Al rato Mkideche le preguntó:
–¿A qué hora sueles quedarte dormida?
Y ella le respondió:
–Cuando escuches que los animales que me comí esta mañana se ponen a gritar en mi estómago.
Al rato la ogresa se quedó dormida, y entonces Mkideche empezó a escuchar rebuznos de los burros, balidos de las ovejas, maullidos de los gatos, ladridos de los perros…
Se levantó rápido como el rayo y fue a avisar a sus hermanos. Trató de despertarlos, pero ninguno de ellos quiso levantarse. Como no conseguía que se levantaran, cogió un poco de miel y fue metiéndosela en las bocas de sus tres hermanos. Pero en lugar de despertarse, ellos le pedían más y más miel.
Después de mucho insistir, por fin se levantaron y salieron huyendo a todo correr. Al cabo de un rato llegaron al río. Entonces vieron que no podían vadearlo por ningún lado ni tampoco podían atravesarlo sin más, porque el río bajaba muy embravecido, y las olas se chocaban unas con otras.
Entonces Mkideche se adelantó y dijo:
–¡Oh, río de mantequilla y miel, déjanos pasar! ¡La ogresa nos está persiguiendo! ¡Quiere comernos!
Y al momento las olas se calmaron, las aguas volvieron a serenarse, y los hermanos pudieron cruzarlo.
Mientras tanto la ogresa se levantó, y lo primero que hizo fue buscar a los cuatro hermanos. Pero no los encontró por ningún lado. ¡Se le habían escapado! Entonces usó su olfato, detectó su rastro y empezó a seguirlo. Salió corriendo detrás de ellos, y cuando llegó al rio gritó:
–¡Oh, río de excrementos y cagalera, déjame pasar!
Y las olas del río siguieron lanzándose unas contra otras. Las aguas se agitaron aún más. Así que la ogresa no pudo cruzarlo y tuvo que quedarse en la otra ribera del río.
Unas horas después los cuatro hermanos llegaron a casa sanos y salvos. Los tres hermanos completos le dijeron a su padre que se habían salvado gracias a la astucia y la valentía de Mkideche. Le dijeron además que había demostrado ser muy listo y muy astuto, y que no veían la manera de deshacerse de él.
Al padre se le ocurrió una idea. Le ordenó a Mkideche que robara una gallina de la casa de la ogresa. El muchacho dijo que no podía hacerlo, porque era muy peligroso y seguro que la ogresa se lo iba a comer. Pero el padre insistió e insistió hasta que no le quedó otro remedio que aceptar.
La noche siguiente Mkideche cogió un palo y se dirigió a la casa de la ogresa. Al llegar al gallinero, se subió al tejado y desde allí empezó a darle golpecitos a una gallina. El animal sintió que algo le estaba molestando, y le entró el pánico. No podía ver qué era lo que le estaba dando golpecitos. Al momento la gallina empezó a cacarear con mucha fuerza.
Entonces la ogresa le gritó:
–¡Déjame dormir o te echo de casa!
Pero Mkideche, desde el tejado, siguió asustando a la gallina, hasta que llegó un momento en que la ogresa ya no lo soportó más. Se levantó y echó a la gallina fuera de su casa.
Entonces Mkideche bajó del tejado, cogió la gallina y se la llevó a casa. Su padre se quedó pasmado al ver que su hijo regresaba con el animal. Lo daba por muerto. Pensaba que a esas horas la ogresa ya habría dado buena cuenta de él.
Entonces le dijo:
–Bueno, pues ahora quiero que me traigas a la ogresa.
El pobre Mkideche no se esperaba que su padre le pidiese algo tan difícil. No sabía cómo iba a salir con vida de aquella. Se decía a sí mismo: “si lo logro, habrá sido todo un triunfo. Pero si no lo consigo, pues tampoco pasa nada. Me moriré y ya está”.
Entonces se puso a buscar la forma de engañar a la ogresa para poder llevarla hasta casa. Después de quedarse un buen rato reflexionando, por fin se le ocurrió una idea. Fue a buscar un carpintero y le encargó que construyera un ataúd grande, lo suficiente como para que cupiera la ogresa.
Y no le dio más vueltas, cogió el ataúd y se marchó en dirección a la cabaña de la ogresa. En cuanto llegó, le dijo al monstruo que iba a pasar la noche en su casa. A ella le pareció muy bien y le dio la bienvenida.
Luego Mkideche le dijo que acababa de comprar aquel ataúd, pero no estaba seguro de haber hecho una buena compra. Le dijo que era para meter el cadáver de su madre[2], que tenía más o menos la misma estatura que ella. Pero lo había medido, y calculaba que el cuerpo de su madre no iba a caber con suficiente holgura.
Entonces le pidió a la ogresa que se metiera y que lo probara ella misma para averiguar si le iba bien. Si era el caso, seguro que también valdría para el cadáver de su madre.
Ella aceptó encantada y se metió en el ataúd. Entonces Mkideche, sin perder ni un instante, cerró la tapa y echó la llave. La ogresa empezó a gritar y a suplicarle que le abriera. Pero el muchacho no quiso escuchar las súplicas y los llantos de la ogresa. Colocó el ataúd sobre su burro y se lo llevó a su padre.
Al llegar a casa, Mkideche recogió sus bártulos, se llevó a su madre y se marchó de la casa.
A sus hermanos y a su padre les dejó a la ogresa de recuerdo. Cuando abrieron el ataúd para comprobar si estaba allí dentro, la ogresa salió de él y devoró a sus tres hermanos y a su padre.