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Esta versión, transmitida en cabileño, ha sido traducida por Óscar Abenójar.
Transcripción
Traducción
Érase una vez un viejo que estaba tumbado en la cama a punto de morir. Entonces llamó a sus tres hijos para decirles que ya no le quedaba mucho tiempo de vida, que iba a abandonarlos muy pronto. Por eso quería darles unos consejos en su lecho de muerte.
Luego se dirigió a su hijo mayor y le dijo:
–Tú debes poner un mercado delante de la puerta de tu casa.
Al segundo le dijo:
–Tú no comas nada que no sea mantequilla y miel.
Y al menor:
–Y tú no empieces a pegar a tu mujer hasta que no la dejes bien amarrada a un árbol.
El padre les dijo que aquellas advertencias eran para que no sufrieran demasiado en la vida. Sus hijos le prometieron que iban a aplicarlas, aunque, a decir verdad, no comprendieron en absoluto lo que su padre quería decirles.
El hijo mayor siguió las indicaciones de su padre, o por lo menos lo intentó. Todos los días se plantaba delante de la puerta de su casa e intentaba conversar con la gente que pasaba a su lado. Les decía: “¡fulano, ven a charlar un rato!”, pensando que era así como se hace un mercado, pues los conocidos suelen saludarse y charlar un poco cuando se encuentran en el mercado.
Pero como no tenía nada que vender ni nada que ofrecer, nadie quería detenerse a charlar con él. Cada uno continuaba en dirección a su trabajo. Le respondían que no podían quedarse o que tenían otras ocupaciones. Así que el hijo mayor terminó muy confuso. Veía que se pasaba todo el día plantado delante de la puerta de su casa invitando a gente que no conocía y que no le hacía ni caso.
Entonces pensó que lo mejor sería que fuera a pedirle consejo a un sabio. Así que se fue a verlo y le dijo que su padre le había dado un consejo muy malo:
–Mi padre me dijo que debía poner un mercado al lado de mi casa. Y así hice. Pero cada vez que le digo a alguien que venga para conversar un rato, me dice que no puede, que tiene otras obligaciones, o simplemente pasa de largo sin responder siquiera. ¡Y yo me quedo solo todo el día!
Entonces el sabio le respondió:
–No has entendido nada de lo que te aconsejó tu padre. ¡Nada de nada! Él quería decirte que montaras un negocio, que abrieras una tienda al lado de tu casa. En cuanto montes una tienda, la gente se parará por su propia voluntad para comprar, y después ya llegará la conversación... Pero ¿cómo se te ocurre empezar por la charla?
El hijo mayor le agradeció mucho la ayuda y se marchó muy satisfecho con la respuesta del sabio.
El segundo hijo también observó el consejo de su padre al pie de la letra. No comía otra cosa que no fuera mantequilla y miel. Pero como la mantequilla y la miel eran muy caras, y él no nadaba en la abundancia, acabó vendiendo sus tierras y empeñando todos sus bienes para seguir comprándolas.
Y no paró de empeñar todo lo que tenía hasta que llegó el día en que se quedó en la más absoluta ruina. Se volvió un mendigo. Iba vestido con harapos y entonces ya ni siquiera pudo comprar mantequilla y miel. ¡No le quedaba ni para comprar pan!
Entonces él también decidió ir a visitar al sabio para pedirle su ayuda:
–¡Mira lo que he sacado con el consejo de mi padre! –le dijo el mendigo indignado.
Y el sabio le preguntó:
–¿Y cuál fue el consejo que te dio tu padre?
–Me dijo que no debía comer nada que no fuera mantequilla y miel –dijo el mendigo.
Entonces el sabio le dijo con gesto de asombro:
–¡Pero no! ¿Qué estás diciendo? ¡No era ese el consejo que quería darte tu padre! Lo que él quería decirte era que no debías comer nada hasta que no tuvieras mucha hambre. Así cualquier comida te sabría como la miel y la mantequilla.
El segundo hijo le agradeció la ayuda al sabio y se marchó lamentando su triste suerte de mendigo.
El hijo menor también decidió ir a pedirle consejo al sabio. Fue a su casa, llamó a su puerta y le dijo:
–Mi padre me ha legado una costumbre muy mala. Me dijo que no debía pegar a mi mujer hasta que no la dejara bien amarrada a un árbol. Y eso exactamente es lo que he estado haciendo hasta ahora. En cuanto me caso con una mujer, la dejo bien atada a un árbol y no dejo de darle palos hasta que su piel se pone morada. ¡Pero luego todas me abandonan! Y eso me ha pasado con todas las mujeres con las que me he casado. Me pasó con la primera, con la segunda, con la tercera… ¡y ya estoy harto! Por favor, dime qué he hecho mal. Dime cómo lo tengo que hacer.
Entonces el sabio le respondió:
–Lo que tu padre quería decirte era que no debías pegar a tu mujer hasta que no tuviera hijos. En cuanto la mujer tiene tres o cuatro hijos, ya no puede abandonarte, por mucho que la regañes o que la pegues, porque no podrá dejar a sus hijos y marcharse.
Estos son los consejos que vuestro padre os dejó.