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Esta versión, transmitida en cabileño, ha sido traducida y anotada por Óscar Abenójar.
Bibliografía
OTRAS VERSIONES DE ATU 56A
Ver referencias completas en Fuentes citadas abreviadamente.
Transcripción
Traducción
Érase una vez un chacal que estaba paseando por el bosque en busca de algo que llevarse a la boca. Pero como era invierno y el tiempo era muy rudo, las presas escaseaban.
El chacal siguió caminando y caminando con la esperanza de encontrar algo de comer. Pero ¡nada! Por allí no había ni una triste pieza.
Al cabo de un rato, por fin vio un nido de pájaros en la rama de un árbol y se le ocurrió acercarse para preguntarles:
–¡Pájaros, pájaros! Decidme, ¿sabéis si ha llovido hoy?
Y los pájaros respondieron:
–¿Cómo no vas a saber si ha llovido o no? Te pasas el día entero dando vueltas por allí y por allá y ¿no lo sabes? ¿Y cómo pretendes que lo sepamos nosotros, que nos pasamos todo el día metidos en nuestro nido? ¡Claro que no sabemos si ha llovido o no! ¡Eso deberías saberlo tú!
Al chacal, en realidad, la lluvia le importaba un comino. Solo les hizo aquella pregunta tonta para averiguar si los pájaros estaban en el nido, porque lo que pretendía era comérselos, y para eso le bastó aquella respuesta.
Entonces les ordenó que bajaran del árbol. Les amenazó con trepar hasta la rama y devorarlos si no bajaban inmediatamente.
Los pájaros comprendieron enseguida las intenciones del chacal y no obedecieron. Se quedaron en el nido y la madre pájaro le respondió que podía quedarse gritando allí abajo todo el tiempo que quisiera, que ellos estaban tranquilos, porque sabían de sobra que los chacales no pueden trepar a los árboles.
El chacal entonces les dijo que, como no querían hacerlo por las buenas, les obligaría a bajar por las malas. Iba a sacudir el árbol hasta hacerles caer al suelo.
Entonces a los pájaros les entró mucho miedo y se fueron a buscar al león para pedirle que les echara una mano.
Al rato llegó por allí el león y saludó al chacal:
–¡Sé bienvenido, Si M’hand[1]! ¿Se puede saber qué estás haciendo por aquí?
–Pues he venido a visitaros –respondió el chacal–. He notado que hace mucho frío, y como sabes, en esta época suele haber tormentas, así que quería asegurarme de que estabais todos bien. Pero ¡mira cómo son las cosas! En lugar de agradecérmelo, ¡estos pájaros ingratos pensaron que yo quería comérmelos! ¡Y encima me han amenazado con llamar al rey del bosque!
Entonces el león le gritó:
–¿Por qué no te vas a cazar a otra parte? ¡Vete lejos de aquí! ¡Deja tranquilos a estos vecinitos míos, que son frágiles y están indefensos!
Y el chacal respondió malhumorado:
–¡Y tú pretendes darme lecciones de a quién debo cazar y a quién no! ¿Cómo te atreves? Es verdad que eres más fuerte que yo. Y admito también que puedes vencerme, ¡pero nunca podrías con el hijo de la mujer[2]!
Entonces el león se enfureció aún más y le dijo:
–¡Ah!, ¿sí? ¡Dime!, ¿conque hay alguien que puede conmigo? ¿Quién es ese hijo de la mujer?
El chacal respondió con arrogancia:
–¡Pues vete! ¡Ve a buscarlo si te atreves! ¡Vete, rey del bosque!
El león se quedó muy intrigado después de aquella conversación con el chacal. Era la primera vez en su vida que oía hablar del hijo de la mujer. ¿Quién sería aquel personaje que era tan fuerte, más incluso que el león? ¿Y dónde podría dar con él?
Tenía que encontrarlo cuanto antes para medir sus fuerzas con el hijo de la mujer. Y el león emprendió el camino, pero sin saber muy bien hacia dónde dirigirse ni a quién preguntar. Al cabo de un rato de marcha se topó con el burro. Entonces el león se detuvo y le preguntó:
–¿Eres tú el hijo de la mujer acaso?
–¡Qué va, qué voy a ser yo! Pero lo conozco: el hijo de la mujer es el que suele cargarme con muchísimo peso y después me obliga a transportarlo durante trayectos larguísimos.
Al enterarse de que el hijo de la mujer abusaba del burro de aquella manera, el león se enfureció todavía más y, aún con más rabia, prosiguió su camino para encontrar a su rival.
Siguió caminando y al poco rato se encontró con el toro y le preguntó lo mismo:
–¿Eres tú el hijo de la mujer?
El toro le respondió que el hijo de la mujer le hacía arar la tierra de sol a sol, y que, cuando ya era viejo y ya no podía servirle, entonces lo degollaba y se comía su carne.
Tras escuchar al toro, el león se puso todavía más furioso y empezó a caminar más rápido. Quería encontrar al hijo de la mujer cuanto antes para poner freno a sus abusos.
Después de andar un trecho, se encontró al cordero y le preguntó si era él el hijo de la mujer. El cordero le respondió que no, pero también le dijo que lo conocía: el hijo de la mujer lo criaba, lo cebaba, y, una vez que alcanzaba un tamaño considerable, lo degollaba y se comía su carne.
Cada vez que se encontraba con un animal, oía un discurso parecido. ¡Ese hijo de la mujer debía de ser un ser abominable que abusaba de todos los animales! El león prosiguió su camino, confiado en que el hijo de la mujer nunca sería capaz de derrotarle.
Después de caminar un buen rato, a lo lejos divisó a un hombre que estaba cortando leña. Entonces el león se acercó a él y le preguntó:
–¿Eres tú el hijo de la mujer?
–Sí, efectivamente, yo soy el hijo de la mujer. ¡Sé bienvenido, león!
El león notó que el leñador no tenía miedo de él, y aquello le sorprendió mucho. El hijo de la mujer estaba tranquilo y no parecía perturbarle lo más mínimo la presencia del rey del bosque. La serenidad del hijo de la mujer sosegó la furia del león. Y ya mucho más calmado, le dijo:
–Oye, hijo de la mujer, te propongo una cosa: ¿qué te parece si nos peleamos? El que salga vencedor se comerá al otro.
Y el hombre le respondió:
–Vale, me parece bien. Pero, mira, tú te has traído tu fuerza, ya la llevas puesta, y yo no. Yo me la he dejado en casa. Te propongo que me dejes ir a casa un momento. Voy a cogerla y, en un abrir y cerrar de ojos, me tendrás aquí de vuelta. Eso será lo más justo. ¿Te parece bien?
–¡Pues claro! ¡Faltaría más! Puedes irte, que me encontrarás aquí mismo esperándote –respondió el león.
Pero antes de irse el hombre le dijo:
–Oye, león, estoy pensando una cosa… No me fío mucho. ¿Seguro que te vas a quedar aquí esperándome hasta que yo traiga mi fuerza? ¿Cómo puedo estar seguro de que no vas a huir?
Y entonces el león le aseguró:
–¡Que no, hombre, que no! Te prometo que me quedaré aquí esperándote.
–Bueno, –dijo el hombre–, pero para estar seguro, déjame que te ate a este árbol. Así no habrá dudas.
Al león le gustó mucho la buena disposición para la pelea que tenía el hijo de la mujer. La nobleza de su rival engrandecía el combate, así que aceptó encantado.
Entonces el hombre lo amarró con fuerza al árbol. Le rodeó todo el cuerpo con la cuerda: desde las patas hasta el cuello, pasando por el pecho, sin dejar ni un centímetro al descubierto.
Luego cogió el hacha, se acercó al león y empezó a darle hachazos con todas sus fuerzas. Y mientras el león gritaba de dolor, el hombre le decía:
–¡Cuidado, que yo soy el hijo de la mujer! ¡Cuidado, que yo soy el hijo de la mujer! ¡Cuidado, que yo soy el hijo de la mujer!
Y continuó pegándole hachazos hasta que acabó con el león.