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Transcripción
Yo nací en una familia de labradores. De allí de | mis padres tuvieron nueve hijos y yo fui la última, la novena. Y mira, pasábamos muchas necesidades de todo, nos hacían trabajar. Desde los nueve años yo recuerdo de ir con dos machazos grandes de esos como caballos, que tenían que llevar las cargas desde las tierras hasta la era. Y yo, mira, recuerdo cosas que, que me dan mucha pena, porque una vez me pilló una tormenta con los dos machos cargados, los machos no querían andar, se paraban, cargados que estaban. ¡Ay! Y yo allí entre los dos machos, entre las cargas y llorando. Ya vino un señor que pasaba, dice: —¿Qué te pasa?—. Digo: —Que no puedo hacer llegar a la era a los machos, porque no quieren—. Y él me ayudó. Me ayudó a descargarlos. Bueno, bueno, unas tragedias que me | que nos pasaban. Y los niños en aquellos tiempos los tenían | no tenían ninguna consideración con nosotros, a trabajar desde bien pequeñitos. A las cuatro de la mañana nos levantaban, a las cuatro, para ir a las tierras y a pelar yeros, a pelar todo. Bueno, pues un | una vida dan- | Y luego, para remate de feria, nos mandaban ir a la escuela, una escuela, que eso para mí fue un suplicio. Es que, es que decíamos | allí, en vez de colegio, era la escuela. Bueno, pues íbamos a la escuela. Y fue para mí un suplicio porque teníamos una maestra, se llamaba doña Romana y nos pegaba mucho. Por | nos preguntaba lo que sea, no te lo sabías, dice: —¡Pon la mano!—. Nos daba un reglazo: —¡Hala! A aprenderlo, a aprender la lección—. Tú escucha, que, que eres profesora. Había una pobrecilla, ¡qué lástima, oye! Porque esa, bueno, era un poco… Que n- | que era muy torpe. Que no se quedaba con nada, todo lo que la decían, no se acordaba. La preguntaban y, como no se lo sabía, la mandaban poner la mano, la daban reglazos y ella, del miedo que tenía, se hacía pis toda. La pobrecilla en toda- | delante de todas, pobre. Bueno, pues así estábamos. Muy | la, la niñez, triste. Luego, en mi casa, pues teníamos una hermanita, la mayor, que está | desde que la | Cuando tenía catorce años o quince, la mordió un perro y se quedó como así | Bueno, pues que así se quedó. Sí, sí, como si tuviera Parkinson de ese que todo el tiempo | Y la tenía yo que | me acostar con ella, la tenía que desnudar, la tenía que levantar, la tenía que dar de comer, todo. Y bueno, pues que yo, mi niñez, la recuerdo triste. Triste en casa, triste en la escuela y triste | Nada, lo único que salíamos, luego, ya, sí, nos juntábamos las chiquitas, todas, y saltábamos a la comba. Había una chiquita de entre todas que tenía una pelotita. Nadie teníamos pelotita, ni nadie tenía pelotita y, con ella, jugábamos todas, todas las que ella quería. La decían | Lucía, se llamaba. —Lucía, ¿me dejas jugar?—. Si te | Si la daba la gana, te decía que sí. Si decía “no, no, que ya somos muchas”, pues tenías que estar mirando a ver cómo jugaban las demás. No teníamos.