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Notas
Esta versión, transmitida en cabileño, ha sido traducida por Óscar Abenójar.
Este registro ha sido editado en el marco del proyecto de I+D del Ministerio de Ciencia e Innovación “El corpus de la narrativa oral en la cuenca occidental del Mediterráneo: estudio comparativo y edición digital (CONOCOM)” (referencia: PID2021-122438NB-I00), financiado por la Agencia Estatal de Investigación (AEI) y el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER).
Transcripción
Traducción
Érase una vez un anciano que vivía con sus siete nueras. Todos los días, al mediodía, seis de ellas iban al bosque para recoger leña. Mientras la séptima solía quedarse en casa preparando la cena para toda la familia. En cierta ocasión una de las seis nueras regresó del bosque antes que las demás. Se metió en casa sin que nadie se diera cuenta y se comió toda la carne que había preparado la séptima nuera. Como ya no quedaba ni pizca de carne, aquella noche nadie pudo cenar, ni siquiera la séptima joven, que se había pasado la tarde entera cocinando.
En cuanto el viejo se enteró, reunió a todas las mujeres de sus hijos y les obligó a que se tragaran un condimento especial que servía para provocar el vómito. Lo hizo para averiguar cuál de sus siete nueras se había comido toda la carne. Al instante cinco de ellas empezaron a vomitar comida: habas, pan, cuscús… Otra, la sexta, vomitó mucha carne. Y la séptima, la que había preparado la cena, no vomitó nada de nada, porque no había probado bocado en todo el día.
El viejo entonces convocó a sus hijos y les ordenó a todos que se divorciaran inmediatamente de sus mujeres. Los esposos de las seis primeras nueras comprendieron las razones del viejo, porque sus mujeres habían estado comiendo a hurtadillas. Eran unas mentirosas y unas ladronas. Pero el marido de la séptima, que se llamaba Hmed y era cazador, no estaba de acuerdo, y no quiso obedecer: “Yo no voy a divorciarme de mi mujer, porque ella ha sido la única que no ha comido nada. ¡Y no ha mentido!”.
Y sin mediar palabra, el viejo los echó de casa a él y a su mujer. Hmed llamó a su esposa, recogieron sus cosas y abandonaron para siempre la casa de su padre. Se pusieron a caminar y a caminar, y estuvieron viajando todo el día. Al caer la tarde se cruzaron con un anciano que les ofreció posada. Ellos estaban muy cansados, así que aceptaron la invitación sin pensárselo dos veces. El anciano les recibió en su cabaña y les dijo que tenía una hija que se encontraba enferma.
Hmed había escuchado que por aquella comarca rondaban unos ogros que vivían en una cabaña en el bosque. Así que pensó que, si lograba acabar con ellos, podría apoderarse de su choza, y así conseguiría un lugar para instalarse con su mujer. Con esa intención, al día siguiente por la mañana se marchó de la cabaña del anciano y se dirigió al bosque. Ya de noche, llegó a la casa de los ogros, entró y se enfrentó a ellos. Hubo una larga pelea, pero Hmed, que era un cazador diestro, consiguió acabar con todos los ogros. Bueno, con todos, excepto con el último, al cual solo logró dejar herido. El cazador no se preocupó más por lo que podría hacer aquel ogro, porque confiaba en que lo había dejado muerto y bien muerto. Así que lo encerró en un cuarto de la choza y, sin más, regresó a la cabaña del anciano, donde había dejado a su esposa. En cuanto Hmed volvió a casa, la pareja recogió sus cosas y se mudó a la cabaña de los ogros. Una vez instalados, el marido le prohibió a su mujer que entrara en la habitación donde había dejado encerrado al ogro.
Pasó el tiempo, y un día, mientras Hmed estaba cazando en el bosque, llegó una vieja a la cabaña y le dijo a la mujer que su esposo escondía otra mujer en aquella habitación cerrada. ¡Le dijo que su marido la estaba engañando! Por eso le había prohibido que entrase en la habitación.Y, sin esperar a preguntarle a él, la mujer se dirigió hacia la habitación prohibida y tiró la puerta abajo. De repente, vio al ogro y se quedó con la boca abierta, como petrificada. Cuando se recobró del susto, le preguntó:
—¿Pero qué estás haciendo tú aquí?
—Pues no lo sé, porque fue tu marido quien me encerró aquí. Pregúntale a él. Mató a todos mis compañeros y a mí me dejó herido—.
Y la mujer, que seguía sin salir de su asombro, le preguntó: —Vale, entiendo, pero… ¿qué puedo hacer yo ahora?
—Pues tú debes traerme dos cosas: consígueme, para empezar, la manzana que hace que los viejos rejuvenezcan; y después quiero que vayas a buscar un poco del agua que brota más allá de la montaña—.
La mujer, al escuchar aquellas tareas imposibles se puso muy triste y empezó a desesperarse. ¿Cómo iba a ser capaz ella de llevarle al ogro la manzana que rejuvenece y el agua de más allá de la montaña? Empezó a darle vueltas y vueltas, y de tantas vueltas que le dio al final terminó cayendo enferma. Por la tarde Hmed regresó a casa y entonces vio que su mujer tenía muy mala cara. Al verla con mal aspecto, se quedó muy preocupado, porque él quería mucho a su esposa. Entonces le preguntó:
—¿Qué te ocurre, mujer? ¿Por qué tienes tan mala cara? ¿Acaso estás enferma?
—No hagas preguntas. Tú limítate a traerme la manzana que rejuvenece y el agua de más allá de la montaña.
—Pero ¿te has vuelto loca? ¿Se puede saber dónde voy a buscar eso?
—Ya te he dicho que no me hagas preguntas. ¡Arréglatelas tú solo! ¡A mí déjame en paz!—.
Entonces Hmed partió en busca de la manzana que rejuvenece y del agua de más allá de la montaña. Pasó mucho tiempo caminando: días, meses… Atravesó bosques y ríos, lagos y desiertos, hasta que por fin dio con la manzana que rejuvenece. Ya solo le quedaba la mitad del viaje hasta llegar al otro lado de la montaña. Luego volvió a cruzar bosques, a preguntar en muchos pueblos, a subir montañas, a descender por los valles, y aún hubo de recorrer muchos caminos hasta llegar al otro lado de la montaña. Pero ¡por fin llegó! Entonces recogió un poco de agua en un recipiente y emprendió el sendero de regreso a casa.
Por el camino pasó por la cabaña del anciano que les había dado alojamiento. Hmed recordó entonces que el anciano tenía una hija enferma, y se le ocurrió que, si le daba la mitad de la manzana y del agua a la muchacha, seguro que ella podría recuperarse de su enfermedad. Además, no pasaría nada, porque su mujer no necesitaría la manzana entera ni toda el agua. Le bastaría con la mitad de cada cosa, así que le dio a la muchacha la mitad de la manzana y del agua. Ella se lo agradeció mucho, pero ni se comió la manzana ni se bebió el agua, sino que los escondió en un lugar seguro. Luego se despidió del anciano y regresó a su casa con la mitad de la manzana que rejuvenece y del agua de más allá de las montañas. Su esposa le estaba esperando en la puerta para dárselos enseguida al ogro.
Cuando la mujer le dio la manzana y el agua, el ogro herido empezó a recuperarse. Sus heridas se cerraron, el dolor desapareció rápidamente, y a los pocos momentos ya estaba en pie y completamente curado. Entonces la mujer lo sacó de la habitación y le dijo:
—Bueno, ¿y ahora qué quieres que hagamos?
—Ahora tienes que mojar un pañuelo de seda en aceite y luego haz un nudo con él. Si tu marido rasga el pañuelo, ¡me lo comeré!—.
Y la mujer hizo punto por punto lo que le había ordenado el ogro. Untó un pañuelo en aceite y luego hizo un nudo. Pero justo en el momento de hacerle el nudo, el pañuelo se rasgó solo. Así que el ogro dedujo que lo había rasgado el marido y salió corriendo de la habitación para matarlo y comérselo.
El cazador lo vio llegar con la intención de devorarlo y, justo antes de que el ogro se abalanzara sobre él, le dijo:
—¡Prométeme que no vas comerte mis huesos!
—Está bien, te lo prometo. ¿Puedo devorarte ya?—.
Hmed le dijo: —Vale, pero antes prométeme también que vas a meter mis huesos en una alforja, y que luego la colocarás en el lomo de mi caballo. Cuando hayas acabado con la alforja, coge un palo y azota con él al caballo, al tiempo que le dices: “¡galopa hacia donde solías comer hierba y trigo!”—.
Y así hizo el ogro. Primero lo mató y lo devoró, pero guardó los huesos. Luego fue a buscar una alforja, introdujo los huesos en ella y le dijo al caballo: “¡Galopa hacia donde solías comer hierba y trigo!”. Y entonces el caballo salió corriendo a todo galope en dirección a la casa del anciano que tenía una hija enferma.
Nada más verlo, la muchacha reconoció el caballo del cazador que le había dado la mitad de la manzana y del agua. Se dirigió hacia él a toda prisa, porque comprendió lo que había ocurrido y ella ya sabía lo que tenía que hacer. Buscó en la alforja del caballo y allí encontró los huesos. Los sacó y los fue colocando cuidadosamente hasta reconstruir todo el esqueleto de Hmed. Después roció con cuidado todos los huesos con el agua de más allá de las montañas, y entonces, poco a poco, el esqueleto se fue recubriendo de carne y de piel. Luego esparció sobre el cadáver de Hmed los trozos de la mitad de la manzana que rejuvenece, y a los pocos instantes, el alma regresó al cuerpo del cazador. Y un poquito después volvió a crecerle pelo en la cabeza. Al poco Hmed comenzó a moverse. Primero un brazo, luego el otro, luego las piernas… hasta que pudo moverse y andar por sí mismo. Después de recuperarse un poco, se puso a hablar con el anciano y le dijo que había llegado el momento de vengarse.
El anciano, sin embargo, le advirtió que todavía era demasiado pronto. Antes de partir en busca del ogro, tenía que esperar por lo menos hasta estar seguro de encontrarse en plenas facultades físicas. Le dijo que fuera paciente, que sabría que había llegado el momento de vengarse cuando pudiera portar sobre la cabeza una gran alforja llena de sal. Hmed lo intentó una primera vez, pero solo pudo levantar la alforja hasta la altura de la espalda. Lo intentó por segunda vez, y ¡nada! Lo intentó una tercera, y una cuarta… Pero solo conseguía alzarla hasta los hombros, nada más. Entonces respiró hondo, tomó impulso y ¡lo logró! ¡Por fin consiguió elevarla hasta la cabeza! Y después empezó a caminar con la alforja sobre la cabeza. Al ver aquello, el viejo comprendió que ya había recuperado todas sus fuerzas y le dijo que ya estaba listo para vengarse del ogro.
Hmed se disfrazó de mendigo: se puso una ropa hecha jirones, sucia y vieja. Luego se echó a andar por el camino fingiendo que estaba tuerto de un ojo. Iba mendigando una moneda a cada viajero que le salía al paso. Cada vez que le daban una moneda, él hacía que se le cayera de las manos. Luego lo recogía y se volvía a levantar, haciendo como si aquello le costara un esfuerzo sobrehumano. Y así pasó un día caminando y mendigando. Al anochecer llegó a la casa del ogro, llamó a la puerta y pidió posada para una noche. Entonces la mujer que allí vivía le abrió la puerta y le dijo:
—¡No puedes quedarte aquí! ¡Mi esposo es un ogro!
—No pasa nada, mujer. Pasaré la noche aquí, en el patio—.
La dueña accedió, y el mendigo se instaló en el patio de la casa. Al rato, llegó el ogro, y, cuando vio al mendigo tumbado en el patio, llamó a su mujer y le preguntó:
—¿Y este quién es?
—Este es un invitado de Dios —le respondió la mujer.
En aquel instante la mujer notó algo raro. El rostro de aquel hombre le era familiar. Al momento le vino a la cabeza una imagen, y entonces le dijo al mendigo:
—¿Sabes que te pareces mucho al cazador Hmed?
—¡El cazador Hmed hace años que falleció! —respondió el mendigo.
Y, sin más, la mujer se marchó, y todos se fueron a dormir. Pero, cuando ya estaba bien avanzada la noche, el cazador se despertó, se fue a la cama donde dormía el ogro y lo degolló. Al momento la mujer empezó a sentirse mojada, porque estaba empapada de sangre del ogro. Se dio la vuelta e intentó despertar a su esposo: “¡Levántate, hombre, y haz el favor de ir a ver qué es lo que nos está mojando!”. Entonces Hmed se acercó a ella y también la degolló. ¡Por fin se había vengado del ogro y de su antigua esposa!
Después regresó a casa del anciano y le pidió la mano de su hija. El viejo, al principio, se negó, porque no eran de la misma condición, y los matrimonios así no son convenientes. Pero Hmed insistió e insistió hasta que logró convencer al anciano. Entonces fijaron una fecha para la boda y la celebraron durante siete días y siete noches.