El hermano menor, las manzanas mágicas y la leche de la leona [ATU 530A]

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Fecha de registro:
Referencia catalográfica: 1531n

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Notas

Esta versión, transmitida en cabileño, ha sido traducida por Óscar Abenójar.

Este registro ha sido editado en el marco del proyecto de I+D del Ministerio de Ciencia e Innovación “El corpus de la narrativa oral en la cuenca occidental del Mediterráneo: estudio comparativo y edición digital (CONOCOM)” (referencia: PID2021-122438NB-I00), financiado por la Agencia Estatal de Investigación (AEI) y el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER).

Transcripción

Traducción

Había una vez un sultán que tenía siete hijos. Él quería mucho a los seis primeros, pero no al último, porque pensaba que era un vago. Estaba convencido de que no trabajaba tanto como los otros seis. Un día los reunió a los siete y les dijo:

—¿Sabéis una cosa, hijos míos? El más inteligente de vosotros ocupará mi lugar como sultán—.

Y para averiguar cuál de ellos era el más listo, les preparó varias pruebas. Los reunió a todos y les dijo:

—Estoy enfermo—.

Y entonces sus hijos le dijeron:

—Papá, ¿qué medicina necesitas?

—Necesito la manzana que se encuentra más allá de los siete océanos.

—¡De acuerdo, papá! Pero sabes que no la encontraremos nunca si vamos a pie—.

Así que el padre regaló un caballo a cada uno. A todos salvo al último. Al último le ofreció un burro. Las mujeres de los seis primeros hijos se pusieron muy contentas de que el sultán les hubiera regalado un caballo. Pero la mujer del menor se quedó muy triste, y le dijo a su marido:

—¿Cómo es posible que tu padre les haya regalado caballos a los demás y a ti un miserable burro? ¿Por qué ha hecho esa diferencia?

—Eso no tiene importancia. No importa lo que nos haya dado—.

Enseguida los seis hermanos mayores se fueron a buscar las manzanas que estaban más allá de los siete océanos. Pero, cuando llegaron a la orilla del mar, no encontraron nada de nada. El menor se quedó llorando en la orilla. Al cabo de un rato, pasó por allí un viejo, que se acercó a él y le preguntó:

—¿Por qué estás llorando?—.

Él respondió:

—Mi padre está enfermo y nos ha pedido que le llevemos una medicina. Pero yo no tengo tantos medios como mis hermanos. No tengo caballo y ya no sé qué hacer—.

Entonces el viejo le dijo:

—Bueno, yo te ayudaré.

—¿Se puede saber cómo piensas ayudarme?

—Bueno —dijo el anciano—, ¿qué necesitas? ¿Qué andas buscando?

—Necesito las manzanas que están más allá de los siete océanos.

—Y ¿si yo te las diera?

Y al instante el viejo le regaló las manzanas. El muchacho las escondió inmediatamente en su saco y después continuó caminando. Mientras, sus hermanos iban galopando en sus caballos. En cierto momento pasaron justo al lado de su hermano menor, pero no lo reconocieron. El muchacho había quedado irreconocible de tantas calamidades como había pasado. Llevaba barba y todo…

Ellos le preguntaron:

—¿Sabes dónde estamos? Y ¿qué haces por aquí?—.

Los hermanos le contaron que necesitaban ayuda para encontrar las manzanas para el sultán. Le dijeron que, si les ayudaba, ellos se harían ricos, y le prometieron que le darían una parte de su fortuna.

Él les preguntó:

—¿Y qué es lo que necesitáis?—.

Le dijeron lo que estaban buscando, y él les dijo:

—¡Pero si eso es muy fácil!—.

Y sacó las manzanas. Pero, antes de dárselas, les exigió que cada uno de ellos le diera un dedo del pie. Sin pensárselo dos veces, los seis hermanos se arrancaron un dedo, y el menor guardó los seis en un saco.

Después volvieron a casa galopando en sus caballos y le entregaron las manzanas a su padre. El sultán se las comió y se curó inmediatamente. Las mujeres de los hermanos se pusieron muy contentas.

Mientras, el menor, el pobrecillo, seguía caminando en dirección al castillo. Cuando por fin llegó su padre fue a verlo y le dijo:

—¡Eres una mierda! Siempre eres el último. Por suerte puedo contar con tus hermanos. Si no fuera por ellos, a estas horas yo ya estaría muerto.

—Pero, papá —dijo él—, yo tuve que ir despacio, porque a mis hermanos les regalaste unos caballos, y me adelantaron por el camino. Yo, en cambio, tuve que volver a pie. Por eso he tardado tanto en volver—.

Para celebrar que su padre ya se había curado, los hermanos organizaron una fiesta que duró tres días con sus tres noches. La mujer del hermano menor empezó a llorar. Y él también se puso muy triste al verla así. Pero él sabía muy bien lo que estaba haciendo. Era el más listo de todos, aunque sus hermanos se burlaran de él. El sultán recompensó a los seis hermanos mayores, pero no le dio nada al último. Entonces la mujer del menor le dijo a su marido:

—Si esto sigue así con tu padre, más vale que nos vayamos de aquí.

—Tienes que ser paciente, mujer —dijo él—. Hay que saber esperar—.

Por el momento no quería contarle que había sido él quien había encontrado las manzanas.

Fueron pasando los años, y el padre seguía llevándose muy bien con sus seis hijos y seguía sin querer al último. Un día el sultán volvió a ponerse enfermo, y convocó a todos sus hijos. Los reunió a los siete y les dijo:

—Hijos míos, estoy enfermo.

—¿Qué necesitas? —le preguntaron.

—La leche de una leona. Y, además, tenéis que saber que se trata de una leona muy especial, que no duerme casi nunca. Se pasa despierta la mayor parte del día. Solo duerme a una hora determinada. Así que tendréis que encontrarla justo a la hora en que esté durmiendo y sacarle un poco de leche—.

Y, sin más, los siete emprendieron el viaje en busca de la leona que apenas dormía. El séptimo hermano se quedó llorando y llorando. En aquel momento llegó por allí una vieja, lo vio y le preguntó:

—Hijo mío, ¿por qué estás llorando? ¿Por qué estás triste?

—Madre, yo soy el hijo del sultán, y mi padre está enfermo. Nos ha pedido que le llevemos una cosa. ¿Usted podría ayudarme? Si pudiera darme lo que estoy buscando, le daría una fortuna—.

Ella le preguntó qué era lo que necesitaba. Y él respondió:

—Tengo que llevarle la leche de la leona.

—Pues eso que pides es muy difícil —dijo ella—. Pero no te preocupes, que yo voy a ayudarte. Mira, esa leona se queda dormida a las doce del mediodía. Si no llegas a esa hora, jamás conseguirás acercarte a ella—.

Se fueron los dos juntos a buscar a la leona. Se pusieron a acecharla de cerca, y cuando dieron las doce del mediodía, la vieja se acercó a hurtadillas, se llevó la leche y luego se la entregó al muchacho.

Al cabo de un rato, sus hermanos pasaron galopando al lado del menor, pero no lo reconocieron. Se acercaron a él y le preguntaron:

—Dinos, ¿dónde podemos encontrar la leche de la leona? Si nos ayudas, te haremos rico, porque nosotros somos los hijos del sultán.

—¡Pues eso es muy sencillo! —respondió él.

Les dio la leche de la leona, pero, a cambio, les pidió que le entregasen un segundo dedo del pie. Los seis hermanos se arrancaron otro dedo del pie y se lo dieron. Después cogieron la leche y emprendieron el camino de regreso a casa.

Y volvió a pasar lo mismo que la primera vez… El rey se curó, celebraron una fiesta… Y al final el sultán le volvió a decir al último hermano, al menor de todos:

—¡Eres una mierda! ¡No sirves para nada! Tienes que marcharte de aquí. No tienes derecho a quedarte en mi casa.

—Pero, ¿por qué, papá?

—Porque tus hermanos son más inteligentes. Y si a estas horas todavía no estoy muerto, ha sido gracias a ellos.

—¡Te equivocas, papá! Si estás vivo, ha sido gracias a mí, no a ellos. La prueba es… ¡Echa un vistazo a los dedos de los pies de mis hermanos! Si te fijas bien, verás que a cada uno le faltan dos dedos. Pues los tengo yo. El primer dedo me lo dieron a cambio de las manzanas que están más allá de los siete océanos, y el segundo a cambio de la leche de la leona. ¡Pídeles que se quiten los calcetines! —le dijo señalando a los pies de sus hermanos.

En aquel momento el padre se dio cuenta de que, efectivamente, su hijo menor tenía razón. Y entonces el muchacho siguió diciéndole:

—Y fui yo quien consiguió la leche de la leona. Míralos bien. ¡Les faltan dos dedos de los pies!

—¡Ay, hijo mío! —le dijo su padre—. ¡A partir de hoy tú serás el sultán! Tú y tu mujer reinaréis en mi lugar. Y decidles a vuestros hermanos: “¡Sois unos ignorantes! ¡Sois unos mentirosos!”.

Resumen de ATU 530A

The Pig with the Golden Bristles. A king commands his (three) sons-in-law to get magic animals: a pig with golden bristles, a golden-horned stag, wild boars from the sea, etc. The stupidest of the sons (another foolish boy) gets these wonders, but trades them to his brothers in return for their cut-off fingers and pieces of skin from their backs. At the feast where the brothers are honored, they are exposed as cheaters by the pieces of evidence shown by the fool. (Uther, 2004: I, 309).

[El cerdo con las cerdas de oro.  Un rey ordena a sus (tres) yernos que consigan animales mágicos: un cerdo con cerdas de oro, un ciervo con cornamenta dorada, jabalís salvajes del mar, etc. El más estúpido de los hijos (otro niño ingenuo) consigue estas maravillas, pero las comercia con sus hermanos a cambio de sus dedos amputados y pedazos de piel de sus espaldas. En el festín donde se honra a los hermanos, quedan expuestos como tramposos por las piezas de evidencia mostradas por el tonto. (Traducción de Laura Moreno Gámez)]