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Notas
Esta versión, transmitida en cabileño, ha sido traducida por Óscar Abenójar.
Este registro ha sido editado en el marco del proyecto de I+D del Ministerio de Ciencia e Innovación “El corpus de la narrativa oral en la cuenca occidental del Mediterráneo: estudio comparativo y edición digital (CONOCOM)” (referencia: PID2021-122438NB-I00), financiado por la Agencia Estatal de Investigación (AEI) y el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER).
Transcripción
Traducción
Había una vez tres mujeres que habían ido a la fuente por agua. Una vez allí se encontraron a un hombre que tenía un rebaño de animales y que tenía pinta de ser rico. Entonces la primera de ellas dijo:
—Si se casara conmigo, le tejería un burnús solo con la lana que sacara de una sola oveja—.
La segunda dijo:
—Pues yo daría de comer a todo el pueblo con la carne que sacara de un solo muslo de la oveja—.
Y la última dijo:
—Si me casara con ese hombre, daría a luz a dos hijos con mechones de oro, si Dios así lo quisiera—.
Entonces el hombre, que las estaba escuchando, se casó con las tres mujeres.
A la primera le dio la lana de una oveja para que tejiera un burnús y... ¡nada! Después le dio la lana de dos ovejas, y tampoco. No consiguió tejer el burnús. A la otra le dio el muslo del mismo animal para que diera de comer a todo el pueblo. Pero no consiguió preparar suficiente comida para todos. Luego le llevó otro muslo más, y tampoco...
Pero Dios sí concedió que se cumpliera la promesa de la tercera mujer. Se quedó embarazada de gemelos: de una niña y un niño. Cuando dio a luz, su marido se ocupó de ella con todo cuidado. La dejó en el desván. Pero un día las otras dos mujeres le dijeron:
—Ahora te toca a ti ir por agua del río, porque hace mucho tiempo que no te encargas tú. Hace ya varios días que trabajamos para ti—.
Y ella respondió:
—Está bien. Iré yo—.
Y se fue al río a coger agua. Las otras dos mujeres aprovecharon la ausencia de la madre para abandonar a los bebés en el bosque y después los sustituyeron por cachorros de perro. Los colocaron en la cuna. Luego, cuando el marido volvió a casa, los cachorros tenían hambre. Así que empezaron a ladrar. Las dos mujeres le dijeron:
—¡Mira, ha dado a luz a dos perros! ¡Y tú nos habías dicho que había tenido una niña y un niño!—.
Y ¿qué hicieron ellas? Pues ataron a la mujer y la dejaron en el establo de la casa. Después tiraron a los cachorros.
Una vieja pasó por el lugar del bosque donde habían abandonado a los pequeños y los recogió. Bueno, no sé si era una vieja o un hombre. Lo que importa es que se los llevó y los crio. Los niños crecieron. El muchacho se casó y construyó su propia casa, y su hermana se fue a vivir con él.
El hombre solía pasar al lado de una casa cada vez que iba en dirección al zoco. Tenía la corazonada de que los que vivían allí eran sus hijos. Y un buen día dijo:
—¡Dios, esta casa me atrae hacia ella cada vez que paso por aquí! En ella deben de vivir personas extraordinarias. No sé por qué tengo esa intuición...—.
Sus mujeres empezaron a sospechar, así que enviaron a una vieja a la casa y le dijeron: “Vete allí a echar un vistazo. Entonces la vieja se fue, entró en la casa y empezó a preguntar. Después volvió y les dijo a las otras dos esposas:
—Hay una muchacha que es hermosa como el sol. Y el muchacho... ¡ni siquiera encuentro las palabras para describirlo!—.
Así que las mujeres decidieron matarlos. Tramaron un plan y volvieron a enviar a la vieja. La vieja le preguntó a la muchacha:
—Oye, ¿sabes si tu hermano te quiere?—.
Y ella respondió:
—Mi hermano me quiere más que a nada en el mundo—.
Y la vieja le dijo:
—En ese caso, le dirás a tu hermano que estás enferma y que, si te quiere de verdad, tendrá que conseguirte la leche de la leona. Pídele que te la traiga en la piel del propio hijo de la leona—.
El hermano se marchó y estuvo caminando, caminando, caminando y caminando... Se fue a ver al sabio del pueblo y le dijo:
—¡Anciano! Mi hermana está enferma y me ha pedido que le lleve la leche de la leona en la piel de su propia cría—.
Y el viejo sabio le respondió:
—Hijo mío, esa gente quiere matarte. Ve a tal sitio, sacrifica una oveja y échale la carne a los leoncitos—.
Cuando la leona vio que alguien había echado de comer a sus crías, dijo en voz alta:
—Quien haya hecho eso por mis hijos me podrá pedir lo que quiera. Incluso que le entregue a una de mis crías—.
Entonces el muchacho le dijo a la leona:
—He venido a verte con la intención de que me des tu leche en la piel de una de tus crías—.
Y ella le respondió:
—Ve adonde no pueda escuchar los gritos cuando lo degüelles. Después tráeme su piel. Yo cerraré los ojos y meteré mi leche en el interior. Y, cuando te marches, no te gires para mirar—.
Cuando regresó a casa el muchacho le llevó la leche a su hermana, y ella se la bebió.
Pasó el tiempo y lo mismo: cada vez que el hombre pasaba por delante de la casa se quedaba observándola durante horas y horas. Así que las dos mujeres volvieron a enviar a la vieja. Y la anciana le dijo a la muchacha:
—Ahora pídele a tu hermano que te traiga el agua que fluye donde terminan las montañas—.
El hermano se fue a ver al viejo sabio del pueblo y le dijo:
—Mi hermana está enferma. Me ha pedido el agua que fluye donde terminan las montañas. ¿Cómo voy a apañármelas para conseguirla?
—Pues tienes que saber que allí hay dos monstruos. Si te ven, te soplarán, y te transformarás en piedra—.
El muchacho le dijo:
—Dime qué es lo que tengo que hacer.
—Degüella una oveja o un buey u otro animal... Luego los monstruos acudirán a beberse la sangre. Tienes que aprovechar ese descuido para acercarte a la fuente y recoger el agua—.
El muchacho degolló a un animal. En cuanto los monstruos olieron la carne y la sangre, se acercaron a comer, y el muchacho recogió el agua. Luego se la llevó a su hermana para que se pusiera buena.
Pasó el tiempo y la vieja volvió a ver a la muchacha. Cada vez que el hombre pasaba al lado de la casa se quedaba observándola durante horas. Entonces las mujeres volvieron a enviar a la vieja. Y ella le dijo a la más joven:
—Ahora pídele a tu hermano que te traiga el pájaro que canta en la casa de oro del hada—.
Se fue a ver al viejo del pueblo y le dijo:
—Mira, si de verdad me quisieras, me traerías el pájaro que canta en la casa de oro del hada—.
El marido se fue a pedirle consejo al anciano, y este le dijo:
—Insisto en que esa gente quiere matarte. Ten cuidado. Ve a esa montaña y, cuando las hadas vayan a bañarse, fíjate bien en dónde deja la ropa una de ellas. Después róbasela y escóndela—.
Al día siguiente, cuando todas las hermanas hadas se hubieron vestido y se marcharon, una de ellas se quedó desnuda. Así que el hada gritó:
—Si la persona que me ha hecho esto me devuelve la ropa, me podrá pedir todo lo que quiera. Tendrá todo lo que quiera—.
Y él dijo:
—Lo que yo quiero eres tú. ¡Quiero casarme contigo!—.
Le devolvió su ropa, y el hada se casó con él. La mujer que se casó con él era hermosa como la luna. Y el pájaro no dejaba de cantar... Así, con aquel pájaro que cantaba y con la casa llena de flores, el hombre ya no tenía ganas de volver a su verdadero hogar.
Entonces sus dos mujeres enviaron a la vieja y le dijeron:
—Ve a esa casa e invita a sus habitantes a que vengan a cenar—.
Ellas los invitaron, prepararon la cena y la tercera mujer seguía abajo. En cierto momento, cuando todos estaban sentados a la mesa, los dos muchachos dijeron:
—No comeremos hasta que no saquéis a aquella mujer del sótano y la lavéis—.
Conque fueron a buscarla y le dijeron mientras la estaban bañando:
—¡Espera! ¡No te hagas ilusiones, que hoy no es tu día de suerte! En cuanto nuestros invitados se vayan de casa, tú volverás aquí y vivirás con los animales—.
Todos estaban sentados a la mesa, incluso la mujer del muchacho, el hada. Entonces, de repente, un cuervo se asomó por la ventana y dijo:
—¡El cuervo! ¡El cuervo come tierra![1]—.
Y al decir aquella frase la muchacha le dijo a su hermano:
—¡Hermano mío! ¿Cómo te has podido creer que una mujer haya dado a luz a unos perros?—.
La mujer del muchacho era un hada, así que sabía de sobra lo que había sucedido.
La tercera esposa les contó su historia:
—La primera mujer prometió que, si se casaba con este hombre, tejería un burnús con la lana de una sola oveja. La segunda, que daría de comer a todo el pueblo con el muslo de un solo cordero. Y yo dije que, si me casaba con este hombre, tendría hijos con mechones de oro, si Dios así lo quería—.
Entonces se dieron cuenta de que los muchachos de los que hablaba la mujer eran ellos, pues tenían mechones de oro. Y le dijeron:
—¿Podrías reconocerlos si los vieras?—.
Y ella respondió:
—No, no creo. Ya deben de haber cambiado mucho. Pero sí podré reconocer sus mechones de oro—.
En aquel instante el muchacho se quitó su chechía. Ella lo reconoció y le dijo:
—¡Tú eres uno de ellos!—.
La muchacha se quitó el pañuelo, y lo mismo...
Y la tierra se tragó a las otras dos mujeres. El muchacho se llevó a su padre y a su madre a vivir a su casa.
[1] La informante formuló este pareado en árabe (L’aghrab! / L’aghrab yakul trab!).