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Notas
Esta versión, transmitida en cabileño, ha sido traducida por Óscar Abenójar.
Este registro ha sido editado en el marco del proyecto de I+D del Ministerio de Ciencia e Innovación “El corpus de la narrativa oral en la cuenca occidental del Mediterráneo: estudio comparativo y edición digital (CONOCOM)” (referencia: PID2021-122438NB-I00), financiado por la Agencia Estatal de Investigación (AEI) y el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER).
Transcripción
Traducción
Érase una vez un hombre muy pobre que tenía siete hijas.
Un día el hijo del sultán quiso casarse. Entonces la gente empezó a darle consejos. Le decían que había un hombre que tenía una hija estupenda. No había ninguna mejor que ella: era sabia, inteligente y hermosa. Le aconsejaron que fuera a pedirle la mano, que seguro que su padre se la iba a conceder. Le dijeron que ella era la más joven de las hermanas. El príncipe les preguntó cómo iba a reconocerla entre todas sus hermanas, y le dijeron que iba a darse cuenta porque ella era la más lista de todas. Así que se fue a la casa de las siete muchachas y le anunció al padre que al día siguiente iría a cenar a su casa. El padre, que era pobre, le dijo:
—¿Cómo que quieres cenar en mi casa? Si yo no tengo nada que servirte. No tengo nada para cocinarte. Ni siquiera tengo comida para una sola noche—.
Y el príncipe respondió:
—No hace falta que cocines ni nada. Tú tienes gallos, ¿no?—.
El pobre le dijo que tenía dos gallos. El príncipe entonces le pidió que le cocinara un gallo entero, con sus muslos, sus alas y todo. Le advirtió también de que no le cortara la cabeza. Solo tenía que quitarle las tripas, cocinarlo y después tenía que dejarlo tal cual hasta que él llegara.
Cuando el pobre llegó a casa le dijo a su mujer que el príncipe iba a venir a cenar. Entonces su mujer se enfadó con él:
—Y ¿cómo has podido aceptar que el príncipe venga a cenar a nuestra casa? Dime, ¿qué tenemos nosotros para servirle?—.
El pobre le dijo que ya se lo había advertido él, pero que el príncipe no quiso atender a razones, y le pidió que le cocinara un gallo entero, con la cabeza, las patas y las alas. Y le dijo que luego lo dejara encima de la mesa hasta que él llegara.
Así que la mujer limpió el gallo y lo cocinó entero: con las patas, las alas y la cabeza. Una vez que estuvo preparado, lo dejó encima de la mesa, y después se quedaron esperando a que llegara el príncipe.
Por fin llegó el hijo del sultán. El pobre y su mujer le dieron la bienvenida y le dijeron que le habían cocinado el gallo y que no tenían nada más. Él les dijo que con eso habría más que suficiente.
A continuación, cogió el gallo y se puso a trincharlo. Le cortó primero la cabeza y se la entregó al viejo pobre. Luego cortó la pechuga y se la dio a la mujer. Después le cortó las alas y se las dio a las hijas del pobre. Le quitó los muslos y los repartió entre los dos hijos. Por fin él se guardó las patas en un pañuelo, las metió en un saquito que llevaba y se marchó de la casa. Entonces el príncipe se quedó escuchando detrás de la puerta para espiar lo que decían. El padre dijo:
—¡Solo quería ponernos en un aprieto! ¡Ni siquiera ha probado bocado!—.
Y la hija más joven le dijo a su padre:
—¡Ay, padre! ¿No lo has entendido? Te dio la cabeza a ti porque tú eres el jefe de la casa. Les dio los muslos a mis hermanos porque son ellos los muslos de la casa[1]. Le dio la pechuga a mi madre porque ella es el corazón de la casa. A nosotras nos dio las alas, porque llegará el día en que nos casemos, y entonces tendremos que dejarte. Y él se quedó con las patas, porque fueron sus pies quienes le trajeron hasta aquí y fueron ellos quienes se lo llevaron después—.
Al escuchar aquello el príncipe volvió a entrar en la casa y le dijo al padre:
—¡Me casaré con tu hija!—.
El pobre respondió:
—¡No, no puedo aceptarlo! Tú eres el hijo del sultán, y yo solo soy una persona muy humilde—.
Entonces el príncipe le dijo que había decidido casarse con su hija y que no le diera más vueltas.
Pasaron unos meses, y entonces el príncipe volvió a la casa del pobre. A su llegada celebraron una boda que duró siete días y siete noches, y cuando hubo terminado el príncipe se llevó a su esposa.
Unos años después llegaron al pueblo dos mendigos. Cuando cayó la noche, los pobres se fueron a la mezquita y se quedaron allí a dormir. Uno de ellos llevaba una yegua y el otro una burra. Aquella misma noche la burra parió un pollino, y la yegua un potrillo. En cuanto nacieron, el dueño de la burra, que era malvado, cogió al potro y lo colocó al lado de la burra, y al pollino lo puso al lado de la yegua. Los cambió de lugar. Así que desde aquel momento el potro empezó a seguir a la burra, y el pollino a la yegua. Al día siguiente el dueño de la yegua dijo:
—¿Cómo es posible? ¿Cómo puede ser que la yegua haya parido un burro, y la burra un caballo?—.
Y entonces dijo el propietario de la yegua, que todavía no podía creerse lo que veían sus ojos:
—El potro es mío, y el pollino tuyo—.
El otro le dijo:
—Ya veremos. Vamos a soltarlos, y que cada uno siga a su madre. Si sigue a la yegua, pues ella será su madre—.
Y así hicieron. En cuanto los soltaron, el pollino se puso a seguir a la yegua, y el potro a la burra. Pero el amo de la yegua se negó a aceptar que había perdido y se puso a llorar. Entonces se fue a ver al sultán[2] para pedir justicia. Le dijo:
—Los dos hemos pasado la noche en la mezquita. Él tiene una burra, y yo una yegua. Ayer por la noche las dos parieron. Estoy seguro de que él se levantó por la noche y cambió de lugar a las crías—.
El sultán le dijo que no debía preocuparse. Lo único que tenía que hacer era soltarlas y dejar que cada una siguiera a su madre. Y las soltaron. Pero entonces volvió a suceder lo mismo que la primera vez. El amo de la yegua se puso a llorar:
—¿Cómo es posible que el dueño de la yegua se haya quedado con el burro y que el dueño de la burra se haya quedado con el caballo?—.
Y se puso a llorar bajo la casa del sultán. Entonces la esposa del sultán escuchó que alguien estaba llorando y se asomó por la ventana. Le dijo al mendigo:
—Fulano, ¿por qué estás llorando?—.
Y dijo él:
—Y ¿cómo quieres que no llore? Ayer llegué a la ciudad con mi compañero y los dos nos quedamos a dormir en la mezquita. Él tenía una burra, y yo una yegua. Las dos parieron ayer. Por la noche él cambió de lugar a los animales recién nacidos. Yo fui a quejarme al sultán, y me dijo que los dejara libres, y que cada uno seguiría a su madre. Pero, ¿cómo es posible que un pollino siga a una yegua, y un potro a una burra?—.
La mujer le dijo:
—Ve a ver al sultán y dile: “Sidi sultán, el otro día planté un puñado de trigo a la orilla del mar, pero de repente salió un pez y se lo comió”. Entonces el sultán te dirá: “¡Perro, hijo de perro! ¡Los peces se mueren en cuanto los sacan del mar!”. Cuando te responda eso, tú dile: “Pues sidi sultán, ¿tú de verdad puedes creerte que una burra haya parido un caballo?”—.
Y así hizo el hombre. Entonces el sultán le dijo:
—¡Vete, vete, que ya sé de dónde has sacado eso que dices! Que el dueño de la yegua coja su caballo, y que el dueño de la burra se lleve su burro. El sultán se dio cuenta de que aquello era un consejo que venía de su mujer. Así que se fue a casa y le dijo:
—Conque esas tenemos, ¿eh? Yo todavía estoy vivo; y ¿tú ya empiezas a gobernar desde casa?
—Es que lo vi llorando, me dio pena y le di un consejo —respondió su esposa.
El sultán le dijo:
—Mira: coge todo lo que quieras de esta casa. Llévate todo lo que tenga algún valor, lo que sea importante para ti, ¡y luego márchate de aquí para siempre, que ya no quiero verte nunca más!—.
La mujer aceptó y le dijo que iba a hacer lo que él quisiera. Entonces se fue a ver a sus criados y les pidió que le llevaran una droga. Luego la echó en la comida de su marido, y en cuanto él se puso a comer, perdió el conocimiento.
Su esposa llamó a sus criados y les ordenó que le llevaran un caballo. Les dijo que después metieran a su marido en una caja y que lo cargaran a lomos del caballo.
La mujer se llevó a su marido y se fue a la casa de su familia. Llegó a casa de sus padres y, al cabo de unas horas, él se levantó y sacó su cabeza de la caja. Todavía no estaba despierto del todo y creyó que estaba en su casa.
Entonces le dijo a su mujer:
—Ya te dije antes que te llevaras de esta casa lo que fuera importante para ti. Cógelo y vete, que ya no quiero verte nunca más en mi casa—.
Y su esposa le respondió:
—¡Abre bien los ojos! Ahora estamos en casa de mis padres.
—Y ¿qué estoy haciendo yo aquí? —dijo él.
Entonces su mujer le dijo:
—Tú me dijiste que me llevara lo que fuera más importante para mí. Estuve buscando y buscando por toda la casa algo que tuviera valor, pero tú eres lo único importante que tengo. Así que, mira, te he raptado y te he llevado a mi casa—.
Al escuchar aquello su marido le dijo:
—¡Ponte delante de mí! ¡Ahora tú ya eres el sultán, y yo tu ministro!—.
[1] Son ellos los muslos de la casa: es decir, “los pilares del hogar, pues ellos van a quedarse toda la vida en la casa y no se marcharán nunca de ella” explicó después la informante.
[2] Este sultán es el príncipe del pasaje precedente; el mismo que repartió el gallo en casa del pobre y que se casó con la campesina inteligente.