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Notas
Esta versión, transmitida en árabe, ha sido traducida por Óscar Abenójar.
Este registro ha sido editado en el marco del proyecto de I+D del Ministerio de Ciencia e Innovación “El corpus de la narrativa oral en la cuenca occidental del Mediterráneo: estudio comparativo y edición digital (CONOCOM)” (referencia: PID2021-122438NB-I00), financiado por la Agencia Estatal de Investigación (AEI) y el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER).
Transcripción
Traducción
Había una vez una mujer que se había quedado viuda. Su marido se había dedicado a cuidar de las ovejas, y cuando murió, no le quedó más remedio que encargarse del ganado ella sola. Pero sabía hacerlo muy bien, porque lo había aprendido todo de él. Solía acompañarlo cuando sacaba a pastar las ovejas y se había fijado muy bien en todas las tareas que había que hacer.
Al verla viuda y sola, los amigos de su marido se fueron acercando a su casa para echarle una mano con el ganado. Pero ella siempre se negó. Era valiente y estaba decidida a hacer frente a todas las tareas sin ayuda de nadie. Todos los días ella sola sacaba a pastar a su rebaño…
Un día, que era jueves, se dio cuenta de que le faltaban algunas ovejas. Y, como al jueves siguiente volvió a notar lo mismo, dedujo que había alguien que se las estaba robando. Pensó que lo mejor sería descubrir quién le estaba quitando las ovejas, y lo que hizo fue quedarse escondida esperando a que apareciese el ladrón.
Así lo hizo. Se pasó vigilando todo el sábado, el domingo, el lunes, el martes y el miércoles… Y ¡nada de nada! Por allí no aparecía nadie. El jueves decidió quedarse vigilando toda la noche, hasta el amanecer. Y entonces, en mitad de la noche, de repente, apareció una ogresa. Se acercó al rebaño y se puso a arrancarles las cabezas y las patas a unos cuantos corderos. Después les quitó la lana y se comió el resto. Al terminar el banquete, juntó todos los despojos de las ovejas y los tiró a un pozo que había en medio del bosque.
La mujer la siguió a cierta distancia hasta el pozo, y allí se quedó escondida hasta que vio que la ogresa se hubo alejado lo suficiente. Cuando vio que ya no corría ningún peligro, bajó al pozo, que desprendía un olor pestilente. Bajó y bajó hasta que llegó al fondo y una vez allí eligió una quijada que le pareció de las mayores. Después cogió un vellocino de buen tamaño, dos patas de cordero y luego se lo llevó todo a la superficie.
Una vez en casa lo primero que hizo fue limpiar los despojos de las ovejas, pues estaban sucios, y luego los dejó secándose al sol durante todo el día.
El jueves siguiente se preparó para encontrarse con la ogresa: se colocó una gran barra de hierro en la espalda. Era una barra afilada, muy muy afilada. Luego se cubrió todo el cuerpo con el vellocino y cosió los extremos. Como la piel era grande, la pastora podía moverse con soltura. Había elegido, precisamente, una piel amplia para matar a la ogresa con el hierro.
Lo último que hizo fue colocarse la quijada en la cabeza y atarse dos patas de cordero en los pies. Cuando hubo terminado parecía una verdadera oveja. Nadie hubiera podido descubrir que se trataba de un disfraz.
Después se dirigió al lugar donde el resto de las ovejas estaba paciendo. Escondió la mayoría del ganado y solo dejó una docena de animales. Se recostó boca abajo como suelen hacer las ovejas y de puso a esperar a que llegara la ogresa.
La ogresa apareció al cabo de un rato y se dio cuenta de que faltaban muchas ovejas, pero no le dio ninguna importancia, porque ella solo las quería para comérselas. Así que empezó a darse el banquete. Se comió a la primera, a la segunda… Así hasta que llegó a la pastora. Al agarrar a la mujer con las manos la notó algo dura al tacto, más que al resto de las ovejas. Se preguntó para sus adentros: “¿Por qué esta será tan pequeñita?”.
Pero no le dio más vueltas. Puso a la mujer boca arriba, y justo en aquel momento, ella le gritó:
—¡Yo soy la oveja que va a vengar a sus hermanas!—.
Sacó la barra de hierro que llevaba escondida en su espalda y se la clavó a la ogresa en el cuello. Al momento la ogresa soltó a la mujer y cayó al suelo. Estaba malherida, pero no muerta.
Los viejos del lugar decían que la única manera de acabar con ella era quemarla. Así que la pastora se fue a su casa y se puso a preparar un buen haz de leña y troncos. Después regresó corriendo con toda la carga para encender la hoguera. Por el camino se cruzó con un antiguo amigo de su marido, que, al verla tan apurada, le preguntó:
—Pero ¿se puede saber qué es lo que te pasa? ¿Adónde vas con esas prisas? ¿Por qué estás tan nerviosa?—.
La pastora le contó todo lo que le había sucedido, y cuando hubo terminado él le preguntó:
—Y ¿por qué no me pediste a mí que fuera a matarla? ¡Tú tienes niños que te necesitan!
—Ya no le des más vueltas —le respondió ella—. Lo hecho, hecho está. Lo que sí te pediría es que ahora me ayudes a terminar de matarla y a deshacerme de ella de una vez por todas.
Entonces entre los dos apilaron un buen montón de troncos alrededor de la ogresa, le prendieron fuego y quemaron a la ogresa. Al terminar esparcieron sus cenizas por toda la montaña.