Una señorita rica     de un pobre se enamoró,

y muy humilde que era,     honrado y trabajador.

En el jardín de su casa,     llegó una noche de invierno

bajo la luz de la luna     se juraba amor eterno.

Y él le decía: —¡Ay, amor mío!,     nuestro cariño tendrá mal fin

porque tú eres rica y yo pobre soy—.     Y ella le contestó así:

—No temas que por mi parte     dejaré yo de quererte,

si no llegara a ser tuya     mejor prefiero la muerte—.

Viendo que el consentimiento     de sus padres no lograba

ha querido marcharse un día     con el hombre que ella amaba.

Sus padres que siempre estaban     en un acecho constante

la sorprenden cuando va     a fugarse con su amante.

Pronto la encierran en un convento     bajo la luz de Nuestro Señor,

y ella, con mucha pena,     triste exclamó:

—¡Maldito sea el dinero!,     que me hacen tan desgraciada;

por la ilusión del dinero,     yo me encuentro aquí encerrada—.

De pensar tanto en su novio     en aquella soledad,

de pensar tanto en su novio,     enfermó de gravedad.

Sus padres, cuando se enteran,     se la llevan del convento

con la ilusión de curarla,     ya no tenía remedio.

—¡Ay, padre mío, yo no os perdono,     solo os pido por caridad

que venga mi novio a verme;     me siento morir, no lo puedo olvidar.

¡Maldito sea el dinero!—,     agonizando decía.

Y así murió entre los brazos     del hombre que ella quería.