Una encantadora joven     sostenía relación

con un joven confitero     que adoraba con pasión.

Al conseguir sus favores     y al ver que encinta quedó,

trataron de casamiento,     pero aquel infame huyó.

La pobre así decía:     —¡Qué triste porvenir!, 

¿qué dirá de mí la gente?     Yo de vergüenza voy a morir—.

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Pero un día inesperado,     hacia el monte se marchó,

lo ha cogido entre sus manos,     en un barranco lo dejó,

lo dejó en un barranco     envuelto en un pañal,

ocultando su deshonra     esa madre criminal.

Pero al poco tiempo,     un pastor que pasó

por aquellas cercanías,     a  un niño llorar oyó,

al irle a dar auxilio,     emocionado vio

que era un recién nacido     y hacia su casa se lo llevó.

El pastor, con alegría,     pronto a su casa entró,

a su esposa idolatrada,     ese niño le entregó.

A la parroquia se fueron     llenos de gozos los dos,

bautizando al pobre niño     que en sus manos puso Dios.

Cuando llegó a ser mozo,     los padres con dulzura,

dice que si estudiar quiere     para carrera de cura.

Le dieron los estudios,     logrando su intención,

y al cumplir veinticinco años,     llegó a ser cura en la población.

Pero un día inesperado,     en la iglesia penetró

tristemente una señora,     y al confesar se acercó:

—Padre, tengo una pena,     pues hice yo un gran mal,

y mi conciencia me dice     que he sido una criminal.

De veinticinco años,     yo a mi hijo abandoné,

no sé si es vivo o es muerto,     sobre un barranco yo lo dejé.

—Madre, yo te perdono,     porque comprendo yo

que la culpa no fue tuya,     sino del hombre que te perdió.